LA CENSURA FRANQUISTA Y LOS ESCRITORES LATINOAMERICANOS

Manuel L. Abellán

(Publicado en: Letras Peninsulares, nº5.1, 1992, pp.11-21)

           No deberá extrañar la escasa atención prestada a las circunstancias que han rodeado los intentos de edición en España por parte de los escritores latinoamericanos, a la vista del manifiesto desinterés de la crítica peninsular por el estudio sobre el alcance y las consecuencias del sometimiento de la cultura y producción libresca española a un severo e implacable régimen censorio durante cuarenta años casi. Sin embargo, las labores de investigación acerca de los condicionamientos censorios iniciados por algunos a comienzo de la década de los años setenta están arrojando ya resultados gracias a un denodado tesón lindante con el empecinamiento, no exento de cierta incomprensión por parte de una crítica académica, periodística o mediática que desde una angélica actitud desprecia cuanto ignora, ya que conocer los condicionamientos bajo los cuales emerge la cultura literaria española de la posguerra significaría revisar los esquemas rodados y aceptar, a regañadientes siquiera, la intromisión de parámetros políticos o sociológicos en las aguas tranquilas de la crítica canonizada. La historiografía literaria peninsular – salvo honrosas excepciones – sigue el decurso marcado de antemano por un sinfín de intervenciones totalmente ajenas al proceso de creación literaria: injerencias políticas, ideológicas y estéticas1.

           Ante este sombrío panorama y actitud crítica, nadie podrá asombrase de que sea un capítulo en blanco todavía el estudio de la influencia ejercida por el aparato censorio franquista sobre la parte de la producción literaria latinoamericana impresa en España. Sobre los conatos de intento por publicar y distribuir una obra, un libro desde España en años anteriores a los del llamado “boom” se sabe poco a decir verdad, como también poco se sabe de las peripecias en que incurrieron o tuvieron que incurrir los escritores latinoamericanos afincados en París, Londres o Barcelona para publicar un original o un libro en reedición en España. Podría ocurrir que al relatarse la historia de las peripecias de éstos últimos – como tributo final al reconocimiento y fama que tuvieron entre la crítica occidental – quedaran eclipsadas las condiciones mucho más severas que tuvieron que afrontar los intentos de sus mayores, al aventurarse a asomarse al mercado europeo desde el mundo de la edición española2.

           Mientras las actividades censorias – burdo y refinado instrumento a la vez al servicio de la represión y reconducción cultural y literaria – gozaron de una total impunidad gracias al sigilo que las amparaba, el hermetismo practicado protegió no sólo el anonimato de los censores sino que sustrajo al conocimiento público el tenor de los informes en virtud de los cuales se cortaba, podaba, injertaba, prohibía o perseguía una obra, un libro. Imprevisiblemente y gracias a uno de esos inescrutables designios que acechan a los regímenes autoritarios en fase de descomposición, entre 1974 y 1976 fue posible efectuar una investigación en los archivos de la censura. Afortunadamente el expurgo de documentación y fondos que en aquel momento se estaba llevando a cabo no tuvo casi solución de continuidad debido, por un lado, a la ingente  cantidad de material minuciosamente archivado y, por otro, debido al curso de los acontecimientos tras la desaparición física y política del franquismo. Es cierto que la transición española eximió de responsabilidades a los políticos del franquismo pero, en compensación, nos ha legado casi intacta la documentación de las actuaciones censorias. De este modo, a partir de estos datos y documentación, puede o podrá reconstruirse parcialmente esta vergonzosa historia3.

           Los contactos entre el escritor latinoamericano y la censura franquista se establecen, fundamentalmente, por dos conductos: la importación de libros impresos en el continente americano y la publicación en España por razones comerciales, técnicas o editoriales de manuscritos de escritores de los distintos países, ediciones destinadas o no a ser distribuidas en el territorio peninsular o en el continente americano. Se da también el caso de editoriales peninsulares en cuyos fondos anteriores a 1936 figura algún escritor latinoamericano: a partir de 1939 la distribución y venta, o su reedición, había quedado supeditada a las medidas de censura previa y obligatoria que afectaban a la circulación de cualquier impreso en el territorio nacional. Finalmente, se establece todavía otro tipo de contacto – indirecto éste – consistente en que al lector latinoamericano – como a su homólogo peninsular – le llega de España una producción literaria tamizada por los servicios de censura españoles.

           Si bien es cierto que la censura franquista se atuvo, desde un principio, a un esquema inquisitorio sencillo, según el cual se reparaba en los ataques al dogma, a la moral y a la Iglesia o a sus ministros, por un lado y, por otro, al grado de identificación del texto o del autor del mismo con las ideas del nuevo régimen, sus instituciones o sus responsables políticos sin embargo, no eran estos criterios concretos de seguimiento sino un guión o líneas maestras supeditadas a las fluctuaciones internas del régimen, o a la influencia de factores pasajeros o permanentes. La “práctica censoria”, por lo tanto, conocerá varias etapas o períodos, unas veces fruto del consenso entre las fuerzas sustentadoras del régimen y otras como resultado de sus luchas intestinas o presiones exteriores en alguna medida. En sus manifestaciones más externas la “práctica censoria” varía según el objeto al que se aplica – libro, prensa, radio, televisión u otro –, el modo cómo es ejercida y el grupo social o institución que se arroga el derecho de ejercerla: A) en la España surgida de la guerra civil esta competencia quedó en las exclusivas manos de algunos aparatos del estado y sólo fue muy parcialmente compartida por otros grupos sociales o políticos: en concreto, muy indirectamente, sólo por la Iglesia. Sin embargo, ello no quiere decir que otros grupos sociales, formales o informales, no estuvieran, de hecho aunque solapadamente, escudados detrás de las actuaciones de la censura del estado. B) El contexto internacional, incluso la longevidad del franquismo, impusieron cierta evolución dentro del régimen y ello repercutió también en la “práctica censoria”. De este modo, cobraron mayor protagonismo las “otras censuras” pero sin que la censura del estado quedara anulada ni mucho menos. C) A partir de esta nueva situación la censura oficial se convierte cada vez más en un instrumento de pura represión de las expresiones culturales contrarias a su propio diseño cultural.  D) La producción literaria padece todas estas consecuencias. En una primera fase toda manifestación supuestamente contraria al nuevo régimen es físicamente aniquilada. De este modo allanado el mundo  de la cultura literaria, en una segunda fase se intenta configurar una nueva cultura basada en nuevos presupuestos literarios cuyo único o máximo peligro lo ofrece la avalancha de traducciones y libros de importación. En su tercera fase, al comienzo de los años sesenta, los mecanismos censorios resultan insuficientes y la censura se convierte en un poder arbitrario mediante el cual se pretende mantener a raya la producción literaria recurriendo a la intimidación y a la amenaza de represalias. Aquí se acentúa el protagonismo de las “otras censuras”: censuras editoriales, económicas, sociales y muy especialmente desempeña un papel la autocensura.

           El comienzo de los contactos entre la censura y los virtuales lectores latinoamericanos se inicia – documentalmente hablando – por un conato fallido de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona en abril de 1939 al proponer a los responsables del Servicio de Prensa y Propaganda de Burgos que se les autorice para saldar en América, dentro de un plazo determinado, las obras prohibidas. Tendría esta solución la doble ventaja de que permitiría la eliminación próxima y total en España de los libros prohibidos, proporcionando al mismo tiempo cierta cantidad de divisas. Puede tal vez objetarse que con ello se tolera la difusión en el extranjero de ideas que la Nueva España niega y combate: es exacto, pero podría contestarse que se trataría de un hecho que únicamente ocurriría una vez y sobre todo de que tendría lugar en aquellos países americanos donde esas ideas son aceptadas o permitidas por el Estado [...]4. Esta atrevida propuesta, comprensible en el clima de incertidumbre a propósito de la política censoria y de expurgo de publicaciones que iba a inaugurarse, fue finalmente rechazada. Los editores barceloneses – puesto que documentalmente se trata de ellos – confeccionarían listas completas de libros destinados para su venta al extranjero pero la inicial autorización dada por la Delegación de Barcelona fue derogada por el Ministerio de Gobernación en cuanto los servicios de censura se asentaron definitivamente en la capital del estado a principios de junio de 1939. Esas mismas listas preparadas para la exportación sirvieron para la conversión de los libros en “materia para la fabricación de cartón”. Los ejemplares de las obras “subversivas” por mil indefinidos motivos, salidos ilesos de la Guerra Civil se convirtieron en pasta de papel en lugar de llegar al lector americano5.

           Sin que pueda afirmarse que se confeccionaran listas de autores u obras vetadas de antemano por censura – tales listas circularon internamente en  algún momento – ciertos escritores latinoamericanos fueron sistemáticamente eludidos aun siendo autores intelectuales de algunos libros. Así ocurrió con la edición de Libro de Buen Amor con prólogo y notas de Alfonso Reyes. Se exigió la supresión del prólogo y la omisión del nombre del autor de las notas. Por tratarse de un personaje notoriamente contrario a la ideología del nuevo régimen, sobre Alfonso Reyes pesaba el mismo entredicho que había recaído o iba a recaer también sobre otros tantos escritores españoles vivos o muertos. Esta intransigente actitud no tiene porque extrañar en censores – en responsables de censura – que suprimirían alegremente versos de la Marcha triunfal de Rubén Darío, citas de Juan del Encina, Lope, Quevedo y Feijoo. En 1940, también en reedición, la censura suprimía páginas enteras de El periquillo sarniento por considerarlas contrarias a los ideales de la hispanidad que intelectuales como Pedro Laín Entralgo defendían desde la poltrona del Consejo de la Hispanidad o desde el Servicio Nacional de Ediciones.

           En espera de que se lleve a término el estudio pormenorizado de las vicisitudes a que estuvieron sometidas las obras de los autores latinoamericanos y se pueda disponer de un censo completo de autores y libros, vale la pena esbozar siquiera una modesta aproximación.

           Entre 1938 y finales de 1976 pasaron por las dependencias de los servicios de censura franquista alrededor de 453 títulos de autores latinoamericanos. Esta cifra redonda incluye todos los géneros literarios comúnmente aceptados: novela, poesía, teatro, ensayo y cuento. Asimismo se abarcan tanto los títulos editados o reeditados por editoriales peninsulares para su distribución en el territorio nacional como aquéllos destinados exclusivamente al extranjero. En la medida en que los distribuidores, libreros o particulares se sometieron al engorroso trámite del visado de importación han quedado también incluidos. Sin embargo, como es notorio, el afán de lucro nunca fue óbice para facilitar a un cliente la compra de un ejemplar ilegal, con lo cual estas cifras no pueden reproducir el número real de títulos en circulación en el territorio peninsular.

           De ese total de 543 títulos, 144 pertenecen a novelas publicadas entre 1939 y 1976, correspondiendo la primera autorización a la reedición de La amada inmóvil de Amado Nervo y la última a Los jefes y los cachorros de Mario Vargas Llosa, bien entrado ya el año 1976. Entre estos dos hitos simbólicos se sitúa el amplio espectro de las actuaciones censorias: prohibiciones, suspensiones, supresiones, tachaduras, modificaciones, denuncias, secuestros, autorizaciones en revisión, silencio administrativo, multas administrativas, abstención de propaganda y crítica en los periódicos, admonestaciones verbales y un sinfín de réplicas por parte de los editores, escritores o sus representantes legales ante la administración censoria.

           Un reducido número de obras fue impreso en España por razones técnico-editoriales y su destino fue la exportación: en realidad, de las novelas editadas o reeditadas en la península, se exportó algo más del 60% hacía otros países también. Así, al principio de la década de los cuarenta, con este propósito se imprimió del venezolano Rómulo Gallegos Pobre negro, Doña Bárbara, Canaima y La trepadora. El mismo destino tuvieron en apariencia las ediciones de Amado Nervo. Distintos propósitos tuvieron las autorizaciones para la exportación de Cien años de soledad, La increíble y triste historia de la cándida Erendina y de su desalmada abuela de García Márquez, Sumario (Libro donde nace la lluvia) de Pablo Neruda, La región más transparente, Las buenas conciencias de Carlos Fuentes o Día de ceniza de Salvador Garmendia. Entre estos últimos – como más adelante se verá – la exportación representaba el callejón sin salida al que las gestiones con censura habían conducido para que sus libros se distribuyeran también en España. Al haber fracasado éstas, la edición se convertía en necesidad técnico-editorial o comercial como al principio de la década de los cuarenta. Un total de 25 títulos pasaron por este trance.

           El rastreo de los títulos de novela importados legalmente (un total de 51) resulta impracticable por muy variadas razones. La primera acaso sea que dado el exiguo número de ejemplares no ha quedado siempre rastro del expediente de importación, la segunda debido a que el incumplimiento de los requisitos – de difícil control con el paso del tiempo – no conllevaba sanción alguna práctica y la tercera – a ojo de buen cubero – es que otras prioridades acapararon la atención del personal censor a partir de la década de los sesenta. De ahí que la mayoría de los datos sobre los permisos de importación del libro latinoamericano corresponda a la época de mayor vigilancia y represión, la más cercana a la inmediata posguerra. Durante los primeros veinticinco años del franquismo, según los datos de que se tiene constancia, se llevan la palma Leopoldo Lugones y Manuel Gálvez. Del primero se importan, reimportan, editan y reeditan Antología poética y Romancero. Peor suerte tendrá años más tarde, en 1959, el intento de editar en España sus Obras en prosa ya que fueron prohibidas diez de las catorce obras que componían el volumen. De Manuel Gálvez se autorizó la importación de la Vida de Sarmiento pero se prohibió en 1947 su Francisco de Miranda. En vivo contraste con estos escritores se encontró Alberto Insúa, cuyo Amante invisible se prohibió en 1939 así como El complejo de Edipo en 1944 e incluso en 1957 todavía El Capitán Malacentella; por lo demás, no pocas de sus novelas pudieron ser importadas6.

           Enrique Larreta fue autor muy publicado y leído en la década de los cuarenta en España. La calle de la vida y de la muerte, Jerónimo y su almohada, La gloria de don Ramiro fueron importadas y luego editadas. El entredicho que pesaba en 1939 sobre Alfonso Reyes fue probablemente levantado ya que fueron importándose algunos de sus estudios y en 1956 fue autorizada la entrada de sus Obras completas. Pese a los problemas surgidos en 1940 con motivo de la edición peninsular Doña Bárbara pudo importarse en los siguientes años. No ocurrió lo mismo, en cambio, con su Reinado Solar, prohibido en 1942: todavía en 1957 hubo de sustituirse en la edición de las Obras completas editada en España. Otro venezolano también, Mario Picón Salas, tuvo problemas con la importación de sus libros a España. En 1947 se pidió el visado de importación para De la conquista a la Independencia y Francisco de Miranda, siendo denegado para este último. De Octavio Paz se importaron, según consta, sólo tres títulos en la primera mitas de los años cincuenta: Aguila o sol, Semilla para un himno y El arco y la lira. En 1950 se autorizó la importación de 200 ejemplares de Libertad bajo palabra. En cambio, hubo que efectuar supresiones en la edición peninsular de 1969. A tenor de los datos que suministra la administración censoria la entrada de Paz en el ámbito del lector español se produce prácticamente a principios de los años setenta. Lo mismo ocurre con Ernesto Sábato ya que si bien en 1946 se autoriza la importación de Uno y el universo, en 1953 se deniega Heterodoxia; en 1955 se autoriza la entrada de Hombres y engranajes, y diez años más tarde, en 1965, se prohibe la edición de El túnel, finalmente autorizada en enero de 1976. De Juan Rulfo fue denegada la edición de Pedro Páramo en 1955, aunque se autoriza la importación de El llano en llamas en 1960. El primer libro de J.L. Borges publicado en España parece haber sido Ficciones en 1956. Entre la ficción de Borges y la palurda imaginación de los distintos “lectores” de la entonces llamada Sección de Inspección de Libros mediaba un abismo de profundo exceso.

Son reflexiones del autor tras la lectura de documentos y libros raros, preferentemente cabalísticos, astrológicos, mitológicos y, mejor aún, cosmogónicos en los que incrédulos y heresiarcas se sienten demiurgos y se lanzan a fabricar sus mundos o a revelarnos sus misterios. Al pensar por cuenta propia el autor formula alegremente las hipótesis más paradójicas que presenta como tesis inconcusas [sic] cultivando en la expresión (al menos en la traducción) un lenguaje hermético, a tono con lo esotérico de los temas, lo que hace que éstos sean para los lectores no iniciados en las metafísicas agnósticas el laberinto de los laberintos. Un libro así caerá de las manos de los no estudiosos en tales materias y juzgo que ningún daño mayor podrá hacer ya a cabezas ya tocadas de fantasmagorías alegóricas y alocadas. Con todo y por estos escritos el sello de la teosofía – como todas las obras de esta editorial – si por criterio de la superioridad se autorizara la publicación – lo cual yo no propongo – juzgo indispensable se practiquen las tachaduras [...]7.

Al cabo de seis meses continúan los lectores especulando sobre las supresiones que conviene imponer a la obra:

Lo malo es que se mete también a ensayar en teología y mete de lleno la pata por lo que deben categóricamente suprimirse y en su totalidad los siguientes ensayos: “Una vindicación de la cábala”, pág. 20 y ss. Y “Duración del infierno” en la 36. En la 34, suprimir por la misma razón, lo acotado por ser doctrina errónea sobre el milagro8.

El libro de Borges salió finalmente en 1957 con menos de las supresiones propuestas gracias a la consulta realizada con un teólogo lector especialista.

           Por razones que ignoramos – administrativas tal vez o prácticas – la información acerca de los títulos de obras importadas se hace escasa y desaparece a finales de la década de los años cincuenta. La Ley de Prensa e Imprenta de 1966 nos enseña a este respecto que el registro de empresas importadoras debía hacerse en Madrid pero que no obstante las solicitudes de ejemplares no superiores a 25 podían hacerse en las Delegaciones Provinciales del Ministerio de Información y Turismo. Este nuevo procedimiento descentralizado y el escaso control ejercido en el tráfico postal tal vez sean la causa de la falta de documentación aludida.

           Sin embargo, la información aneja al expediente de Paradiso de Lezama Lima casualmente proporciona datos referentes a los permisos de importación en la segunda mitad de los años sesenta, al tiempo que ilustra ejemplarmente el tratamiento inflingido por la censura franquista a uno de los más singulares escritores latinoamericanos.

           En noviembre de 1968 la casa Equipo Editorial de San Sebastián presenta al depósito legal prescriptivo seis ejemplares de la novela sin acogerse a la consulta voluntaria de las galeradas. El jefe de “circulación y ficheros” anota la inexistencia de antecedentes tanto sobre la  obra como sobre el autor y a partir de ese momento se pone en movimiento un engranaje que producirá cientos de páginas y ocupará  a numerosos funcionarios hasta su autorización en 1974 “con las restricciones de que hemos hablado” según reza la nota manuscrita de Joaquín de Entreambasaguas, subdirector general de censura, promoción y ordenación editorial, oficialmente. El mismo triste personaje reclamaba en 1968 –jefe del Gabinete Técnico del MIT a la sazón – algún dato sobre “el Sr. Lezama Lima, de Cuba”. Dos días más tarde confluían ya las primeras informaciones: un primer lector juzgaba la obra como una muestra de pornografía barroca y el jurisconsulto del servicio tras anotar el estilo compacto y rico en expresividad del escritor constataba que la

Trayectoria ideológica de “Equipo Editorial” en el campo de la política ya es conocida. En el campo puramente literario  creo que con Paradiso de Lezama Lima rompe su primera lanza y, en principio, no desmerece en cuanto a la línea progresista, avanzada y creadora de problemas para la Administración [...] creemos firmemente que el contenido de la obra incurre en las figuras delictivas antes indicadas [...] hemos de aconsejar que se impida la difusión de esta publicación [...] mediante denuncia oficiosa [...] o a través del secuestro previo administrativo9.

           Ambos consejos fueron seguidos al pie de la letra puesto que se practicó el secuestro en la imprenta donde no sólo se halló un ejemplar de la novela y en la sede social de la casa editorial donde sólo se encontraron otros tres. La denuncia oficiosa la tramitó el ministro Fraga Iribarne directamente a su colegio de Justicia. La Dirección General de Seguridad del Estado dio órdenes para perseguir y localizar el resto de los ejemplares. Gracias a los datos reunidos en el sumario del Juzgado de Orden  Público se puede saber que de Paradiso se habían autorizado varias importaciones: 25 ejemplares de la edición cubana en 1966 y 100 de la edición argentina en 1968, habiéndose denegado la importación de otras tres solicitudes a partir de mediados de agosto – todo ello anterior, por lo tanto, al depósito legal de la edición secuestrada. Los ejemplares objeto del secuestro fueron destruidos. Nunca se supo nada del resto hasta 1974 en el que la misma editorial – cuya inscripción en el Registro de Empresas Editoriales había sido cancelada por decisión administrativa – volvió a solicitar el depósito planteándose el problema de “invasión de poderes” e ilegalidad penal por parte de la administración si ésta autorizaba la difusión de Paradiso. La novela fue autorizada en condiciones que ignoramos10.

           El mismo año en que se inicia la peripecia de Paradiso, da comienzo también el calvario del venezolano Miguel Otero Silva al presentar a censura La muerte de Honorio. Esta novela permaneció intervenida por censura ocho años, sin que se sepa si hubo o no intervención judicial para ello. Se trata de la mayor retención jamás efectuada de un libro impreso, si se exceptúa el caso de la española Elena Soriano con su Playa de los locos, impedida circular durante veintiún años. Ni protestas por la vía diplomática ni en la prensa pudieron contra  la decisión de la censura. Un último intento de revisión vino a confirmar la denegación definitiva para la exportación o la distribución en España en un oficio fechado irónicamente el mismo día de la muerte clínica de Franco (19-11-1975). Algunos meses más tarde, en enero de 1976, el ministro de Asuntos Exteriores en el segundo gobierno de Arias Navarro informaba a su colega del Ministerio de Información y Turismo acerca de un artículo aparecido en la prensa mejicana a propósito de la escandalosa actitud de la censura frente al caso de Miguel Otero Silva. La reacción del ministro fue inmediata y fulminante. En un breve escrito antológico le recordó al responsable de la censura que, como era de notoriedad pública, la censura había dejado de existir desde 1966 en virtud del primer artículo de la Ley de Prensa e Imprenta. En consecuencia le ordenaba tomara las medidas para que ninguna clase de obstáculo impidiera la exportación o difusión de la novela:

... de acuerdo con las previsiones de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966], la citada respuesta de la Administración no tiene carácter vinculante y nada impide que la Empresa Editorial proceda directamente a la constitución del depósito previo administrativo y, posteriormente a la difusión de la obra en España y lógicamente, si así lo desea, a la exportación de ejemplares a Hispanoamérica [...] Ninguna medida ha sido adoptada por la Administración que prohiba la impresión y la difusión de dicha obra puesto que, como muy bien sabes, en una medida de este tipo, hubiera supuesto conculcar las disposiciones de la legislación vigente que prohíben la existencia de censura en nuestro país de acuerdo con lo establecido en el art. 3º de la Ley de Prensa e Imprenta y en el art. 193 del Código Penal11.

           Había sido necesario que pasaran diez años para que lo que había comenzado siendo una falacia jurídica, un instrumento de arbitrariedad en manos del aparato censorio, adquiriera un significado unívoco: “el derecho a la libertad de expresión de las ideas [...] se ejercitará cuando aquéllas se difundan a través de impresos”, según rezaba el primer artículo de la citada Ley.

           Evidentemente, sólo se trata aquí de esbozar una cala sintomática del tratamiento inflingido por la censura a los escritores latinoamericanos. En el futuro convendrá de una vez – aunque sólo fuera por prurito de reconstrucción filológica – que los estudiosos de la literatura latinoamericana cotejen los textos de sus grandes escritores – pasados o actuales – ya que no sería nada extraño que en las reediciones de las obras de Carlos Fuentes, García Márquez, B. Bryce Echenique, M. Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Severo Sadurny, Julio Cortázar, José Mª Arguedas, Manuel Puig, José Donoso o Guillermo Cabrera Infante, entre otros muchos, aflorara la mueca sardónica de un espectro con nombres y apellidos.



1 De este modo se explican las irritadas reacciones tanto de la crítica académica como de la crítica mediática ante la aparición de obras como Historia social de la literatura – no exenta de imperfección como toda obra de este género – o Literatura fascista española. Frente a este clamor al cielo extraña la complacencia ante la aparición – en sucesivas reediciones – de un estudio como el de J.M. Martínez Cachero, La novela española entre 1939 y 1969 o, más recientemente, el silencio complaciente ante La cultura de la guerra civil de Hipólito Escolar. Last but not least, la respetuosidad rayana en la “dulia” de nuestros antiguos catecismos ante la maestría del autor de la Generación del 98.

2 Con el propósito de colmar este vacío ha realizado Gloria Romero Downing una exhaustiva investigación en los Archivos de la Administración Pública de Alcalá de Henares. Sus resultados se plasmarán próximamente en la tesis titulada Los escritores latinoamericanos y la censura franquista: 1939-1976. A su generosidad agradezco el uso de algunos datos estadísticos para este artículo.

3 So pena de incurrir en repeticiones, no será nada ocioso recordar que la documentación censoria, tanto de la censura de libros como la que afectó a cualquier otro medio de comunicación, custodiada en Alcalá de Henares, está enteramente a disposición de los investigadores desde 1984 oficialmente. Basta una simple instancia a la Dirección General de Bibliotecas y Archivos del Ministerio de Cultura para acceder a ella.

4 Manuel Abellán, Censura y creación literaria en España (1939-1976) (Barcelona: Península, 1980), 18.

5 “Tengo el sentimiento de comunicarle que la autorización de vender por una sola vez al extranjero las obras cuya circulación y venta había prohibido el Ministerio de Gobernación ha sido denegada [...] debo encarecerle, en cumplimiento de la nueva orden dictada por la Superioridad que se abstenga de hacerlo [su venta en América] pues ello podría redundar en perjuicio de su casa”. Para ver el destino final de esta relación de obras prohibidas cf. Maria Josepa Gallofré, L’edició catalana i la censura franquista (1939-1951). (Barcelona: Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 1991), 37-38.

6 Sin que se pueda corroborar todavía documentalmente de forma exhaustiva, hay indicios razonables para creer que existían conexiones de control de textos e incluso de servicios de inteligencia entre las casas editoriales implantadas en países latinoamericanos – en concreto Espasa-Calpe de Buenos Aires – y los corresponsales de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda de las embajadas. De este modo, quedaban reducidas a un mínimo las dificultades de importación hacia España.

7 Manuel L. Abellán, ed. , Censura y literatura peninsulares, DhdA 5 (1987): 195.

8 Informe de Javier Dieta a Jefe de Lectorado (Expediente 2998-1956).

9 Informe del Jefe de Ordenación Editorial a Director General de Cultura Popular y Espectáculos (Expediente 9552-1968).

10 Consta que Paradiso fue “aceptada al depósito legal” en abril de 1976 ya que la Fiscalía del Tribunal de Orden Público escribía en mayo del mismo año al Director General recordándole: “que dicha obra está secuestrada y con carácter firme y definitivo lo que hace que no pueda autorizarse ni admitirse en depósito [...] ya sea por edición nacional o por importación,” vid. Censura y literatura peninsular, DhdA, 5 (1987): 53-55.

11 Copia de la carta del Ministro de Información y Turismo, D. Adolfo Martín Gamero, al Ministro de Educación y Ciencia, D. Carlos Robles Piquer, de fecha 25-2-1975, remitida al Director General de Cultura Popular, D. Manuel Cruz Hernández.

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