Salir de la censura
J. M. Coetzee
NOTA DE LA REVISTA REPRESURA: este documento es sólo de lectura, y no podrá ser enlazado, descargado o reproducido en otros medios.
Capítulo extraído del libro: "Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar". Debolsillo, Barcelona, 2008.
(pp. 54-68)
Nuestro especial agradecimiento a J. M. Coetzee, que nos autorizó la reproducción de este capítulo de su libro. E igualmente, y por las mismas razones, a Random House Mondadori (Barcelona), propietaria de los derechos editoriales en España, y a su traductor, Ricard Martínez i Muntada.
I
Desde principios de la década de 1960 hasta aproximadamente 1980, la República de Sudáfrica aplicó uno de los sistemas de censura más exhaustivos del mundo. Dicho sistema, llamado en la jerga oficial "control de publicaciones" y no censura ("censura" era una palabra que prefería censurar del discurso político sobre sí mismo), 1 trataba de controlar la diseminación de signos en cualquiera de sus formas. No sólo los libros, las revistas, las películas y las obras teatrales, sino también las camisetas, los llaveros, las muñecas, los juguetes y los letreros de las tiendas - en realidad, cualquier cosa portadora de un mensaje que pudiera ser "indeseable - tenían que someterse al escrutinio de la burocracia censora antes de poder hacerse públicos. En la Unión Soviética había unos setenta mil burócratas que supervisaban las actividades de unos siete mil escritores. La proporción entre censores y escritores en Sudáfrica era, en todo caso, superior a diez a uno.
Los paranoicos se comportan como si el ambiente estuviera repleto de mensajes codificados que se burlan de ellos o traman su destrucción. Durante décadas, el Estado sudafricano vivió inmerso en un estado de paranoia. La paranoia es la patología de los regímenes inseguros y, en particular, de las dictaduras. Uno de los rasgos distintivos de las dictaduras modernas respecto a las anteriores ha sido la amplitud y la rapidez con que la paranoia puede extenderse desde arriba para contaminar a la población. Esta difusión de la paranoia no es involuntaria: se utiliza como técnica de control. La Unión Soviética de Stalin es el ejemplo principal: a todo ciudadano se le alentaba a sospechar que cualquier otro era un espía o un saboteador; los lazos de afinidad humana y confianza entre las personas quedaron destruidos, y la sociedad se vio fragmentada en decenas de millones de individuos que vivían en islotes individuales de mutua sospecha.
La Unión Soviética no era un caso único. Reinaldo Arenas escribió sobre la existencia en Cuba de un ambiente de "amenaza oficial incesante" que hacía del ciudadano "no solo una persona objeto de represión, sino también autorreprimida, no solo una persona censurada, sino autocensurada, no solo vigilada, sino que se vigilaba a sí misma".2 Una "amenaza oficial incesante" salpicada de espectáculos de castigo ejemplar inculca cautela, vigilancia. Cuando ciertas clases de escritura y discurso, incluso ciertos pensamientos, se convierten en actividades furtivas, la paranoia del Estado está en proceso de reproducirse en la psique del súbdito, y el Estado puede soñar con un futuro en el que se podrá permitir que las burocracias de supervisión vayan desapareciendo, ya que su función, en la práctica, se habrá privatizado.
Esto se debe a que una reveladora característica de la censura es que no está orgullosa de sí misma, que nunca hace alarde de sí misma. El modelo arcaico de la prohibición del censor es la prohibición de la blasfemia, y ambas prohibiciones adolecen de una embarazosa paradoja estructural: si el delito ha de atestiguarse satisfactoriamente en el tribunal, el testigo tiene que repetirlo. Así, solía suceder que en las sesiones públicas de los tribunales rabínicos se proporcionara a los testigos de blasfemia eufemismos codificados para que los pronunciaran en lugar del nombre prohibido de Dios; si había que repetir la auténtica blasfemia para que la demostración de culpabilidad fuera concluyente, el tribunal actuaba a puerta cerrada, y el testimonio iba seguido de rituales de purificación por parte de los jueces. La turbación iba aún más lejos: la idea de que el nombre de Dios, como palabra blasfema, podía maldecir a Dios resultaba tan escandalosa que la palabra "maldecir" tenía que reemplazarse por "bendecir".3 Al igual que surgió una concatenación de eufemismos para proteger el nombre de Dios, en una época de culto al Estado, a la instancia que protegía su nombre tenían que aplicársele eufemismos. Esa instancia espera el día en que, como sus funciones se habrán interiorizado de manera general, su nombre ya no tendrá que pronunciarse.
El tirano y su organismo de control no son los únicos afectados por la paranoia. Hay ribetes patológicos en la actitud vigilante de quien escribe en un Estado paranoide. Para encontrar las pruebas de ello basta con acudir al testimonio de los propios escritores. Una y otra vez, dejan constancia de la sensación de estar afectados y contaminados por la enfermedad del Estado. En una acción típica de los paranoicos "auténticos", aseguran que sus mentes han sido invadidas; precisamente contra esa invasión expresan su indignación.
George Mangakis, por ejemplo, relata la experiencia de escribir en prisión bajo la vigilancia de sus guardianes. Cada pocos días, los carceleros registraban su celda, se llevaban sus escritos y le devolvían los que las autoridades de la prisión - sus censores - consideraban "permisibles". El escritor recuerda que "aborrecía" repentinamente los papeles al aceptarlos de manos de los guardianes. "El sistema es un dispositivo diabólico para aniquilar tu propia alma. Quieren hacerte ver tus pensamientos a través de sus ojos y que los controles tú mismo desde su punto de vista."4 Al obligar al escritor a ver lo que ha escrito a través de los ojos del censor, este lo obliga a interiorizar una lectura contaminante. El momento de repentina repugnancia de Mangakis es el momento de la contaminación. Otro relato apasionado de las operaciones de la censura interiorizada la ofrece Danilo Kis:
La batalla contra la autocensura es anónima, solitaria y sin testigos, y hace que el sujeto se sienta humillado y avergonzado por colaborar. Significa leer tu propio texto con los ojos de otra persona, una situación en la cual te conviertes en tu propio juez, más estricto y suspicaz que cualquier otro...
El censor autodesignado es el álter ego del escritor, un álter ego que se inclina sobre su hombro y mete las narices en el texto... Es imposible vencer a ese censor, porque es como Dios: lo sabe y lo ve todo, ha surgido de tu propia mente, de tus propios miedos, de tus propias pesadillas...
Este álter ego... consigue debilitar y contaminar incluso a los individuos más morales a quienes la censura externa no ha logrado quebrar. Al no admitir que existe, la autocensura se alinea con las mentiras y la corrupción espiritual.5
La prueba definitiva de que, por así decirlo, algo les ha ocurrido a los escritores como Arenas, Mangakis o Kis es lo excesivo del lenguaje con que expresan su experiencia. Hablar de paranoia no es solo un modo figurado de referirse a lo que les ha afectado. La paranoia está ahí, dentro, en su lenguaje , en su pensamiento; la rabia que resuena en las palabras de Mangakis y el desconcierto de las de Kis son rabia y desconcierto ante la más íntima de las invasiones, una invasión del propio estilo del yo por una patología que tal vez no tenga curación.
Tampoco yo, al escribir estas líneas, estoy exento de ello. En la insistencia excesiva de la expresión, en la vehemencia, en la exigencia de estar demasiado pendiente de minucias estilísticas, en la relectura y la escritura demasiado elaborada, detecto en mi propio lenguaje la misma patología de la que hablo. Dado que he vivido el apogeo de la censura sudafricana, que he visto sus consecuencias no solo para la carrera de colegas escritores sino para la totalidad del discurso público, y que he sentido en mi interior algunos de sus efectos más secretos y vergonzosos, tengo razones de sobra para creer que lo que infectó a Arenas, Mangakis o Kis, se tratara de lo que se tratase y fuera real o ilusorio, también me ha infectado a mí. Es decir, que este propio texto puede ser una muestra de la clase de discurso paranoide que trata de describir.
Ello se debe a que la paranoia de la que trato no es solo la impronta de la censura sobre los escritores a quienes se señala para perseguirlos oficialmente. Todo texto que en circunstancias normales caiga bajo la mirada del censor puede resultar contaminado de la manera que he descrito, lo apruebe o no el censor. Por lo menos potencialmente, todos los escritores que trabajan en condiciones de censura, y no solo aquellos cuya obra retirada de la circulación, están afectados por la paranoia.
¿Por qué ha de tener la censura semejante poder de contagio? Solo puedo ofrecer una respuesta especulativa, basada en parte en la introspección y en parte en el examen (tal vez un examen paranoide) de los relatos que otros escritores (quizá a su vez contagiados de paranoia) han ofrecido de la experiencia de actuar bajo regímenes de censura.
El yo, según lo entendemos en la actualidad, no es la unidad que el racionalismo clásico daba por sentado que era. Por el contrario, es múltiple y está dividido de manera múltiple contra sí mismo. Es, por utilizar una metáfora, un zoológico en el cual residen una multitud de animales sobre los cuales el angustiado guardián, desbordado de trabajo, ejerce un control bastante limitado. Por la noche, el guardián del zoo duerme y los animales se dedican a rondar, realizando su tarea onírica.
En este zoo metafórico, algunos de los animales tienen nombre, como la figura del padre o la figura de la madre; otros son recuerdos o fragmentos de recuerdos transformados, a los que se vinculan poderosos elementos de sentimiento; una subcolonia entera la constituyen versiones anteriores del yo, semidomesticadas pero aún traicioneras, cada una de ellas con un zoo interior propio sobre el cual no tiene precisamente un control completo.
Los artista, según la explicación de Freud, son personas que pueden llevar a cabo un recorrido de visita a la colección interior de animales salvajes con cierto grado de confianza y salir, cuando así lo desean, más o menos ilesos. De la explicación de Freud sobre el trabajo creativo tomo un elemento: que la creatividad de cierto tipo comporta habitar, manejar y explotar partes bastante primitivas del yo. Si bien no se trata de una actividad particularmente peligrosa, sí es delicada. Pueden ser necesarios años de preparación antes de que el artista dé con los códigos, las claves y los equilibrios correctos y pueda entrar y salir más o menos libremente. También es una actividad muy privada, tan privada que casi constituye la definición de privacidad: cómo estoy conmigo mismo.
Manejar los yoes interiores haciéndolos trabajar para uno (haciéndolos productivos) comporta una compleja tarea de complacer, satisfacer, cuestionar, extorsionar, cortejar y alimentar, y en ocasiones incluso de matar. La razón de ello es que la escritura no solo procede de un zoo, sino que (poniéndonos hipermetafóricos) regresa de nuevo a su interior. Es decir, que, en la medida en que escribir es transaccional, las figuras por quienes y para quienes se hace son también figuras del zoo: por ejemplo, la figura del amado.
Imagínese, entonces, un proyecto literario que sea, en esencia, una transacción con una figura del amado de esa clase, que trate de complacerla (pero también trate continua aunque furtivamente de modificarla y recrearla como "aquella que será complacida"); e imagínese lo que sucederá si en esa transacción se introduce de manera enérgica e innegable otra "figura del lector", el censor calvo y vestido de oscuro, con su boca fruncida, su lápiz rojo, su irritabilidad y su actitud de reprobación; el censor, de hecho, como versión paródica de la figura del padre. Entonces el equilibrio del drama interior cuidadosamente construido resultará destruido en su totalidad, y destruido de un modo que es difícil de arreglar, ya que cuanto más trata uno de ignorar (reprimir) al censor, más se envanece este.
Trabajar bajo la censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con desaprobación y actitud de censura.
Una de las principales víctimas de Stalin entre los escritores fue Osip Mandelstam. Del caso de Maldelstam - que retomo con mayor detalle en el capítulo 6 - extraigo algunas lecciones importantes y terribles sobre el Estado paranoico.
En 1933, Maldelstam, que a la sazón contaba cuarenta y dos años, compuso un breve pero impactante poema sobre un tirano que ordenaba ejecuciones a diestro y siniestro y disfruta de las muertes de sus víctimas como un georgiano masticando frambuesas. Si bien no se nombra al tirano, se refiere claramente a Stalin.
Maldelstam no puso por escrito el poema, sino que lo recitó varias veces a amigos suyos. En 1934, la policía de seguridad asaltó su casa en busca del poema. Si bien no lo encontraron - solo existía en la mente del poeta y sus amigos -, detuvieron a Maldelstam. Mientras estaba detenido, el poeta Borís Pasternak recibió una llamada telefónica de Stalin. Este quería saber quién era Maldelstam, y en particular si era un master (un maestro; la palabra es igual en ruso que en inglés).
Pasternak dedujo correctamente la segunda parte de la pregunta: ¿es Maldelstam un maestro o se puede prescindir de él? Respondió que, en efecto, Maldelstam era un maestro, que no se podía prescindir de él. De aquel modo, Maldelstam fue condenado al exilio interior en la ciudad de Voronezh. Mientras estaba allí, lo presionaron para que rindiera homenaje a Stalin componiendo un poema en su honor. Maldelstam cedió y compuso una oda adulatoria. Nunca sabremos sus sentimientos sobre aquella oda, no solo porque no dejó ninguna constancia de ellos, sino también porque - como sostiene convincentemente su esposa - cuando la escribió estaba loco, loco de miedo, tal vez, pero también loco de la locura de una persona que no solo sufre el abrazo de un cuerpo que detesta, sino que también debe tomar la iniciativa, día tras día, línea tras línea, de acariciar ese cuerpo.
De esta historia escojo dos momentos: el momento en que Stalin pregunta si Maldelstam es un maestro, y el momento en que se ordena a Maldelstam que loe a su perseguidor.
"¿Es un maestro?" Podemos tener por seguro que Stalin no lo preguntaba porque considerara que los grandes artistas estaban por encima del Estado. Lo que quería decir era algo parecido a: ¿es peligroso? ¿Seguirá vivo aunque muera? ¿Su sentencia contra mí perdurará más tiempo que mi sentencia contra él? ¿He de tener cuidado?
Ello explica la orden posterior de que Maldelstam escribiera una oda. Hacer que los grandes artistas de su época le rindieran pleitesía era el modo que tenía Stalin de destrozarlos, de hacerles imposible ir con la cabeza bien alta; de hecho, era su manera de mostrarles quién mandaba, y de hacer que lo reconocieran como amo y señor en un medio donde no era posible ninguna mentira, ninguna reserva privada: su propio arte.
Permítaseme que, junto al caso de Maldelstam, presente uno de Sudáfrica (que se trata con mayor detalle en el capítulo 12), comparable en cuanto a su dinámica, si no en cuanto a su escala.
En 1972, el poeta Breyten Breytenbach publicó un poema en afrikáans titulado "Carta a un carnicero desde el extranjero". Como dejaba claro el poema, el carnicero a quien iba dirigida la carta era Baltasar John Vorster, en aquel entonces primer ministro de Sudáfrica, el hombre que más había hecho por crear un imperio de la policía de seguridad con enormes poderes sobre la vida y la muerte, situado fuera del alcance de la ley y por encima de los tribunales.
Al final del poema, Breytenbach relacionaba los nombres de hombres que habían muerto, probablemente a causa de las torturas infligidas por la policía de seguridad, y de cuyas muertes los tribunales no habían declarado culpable a nadie. El poema se limita a enumerar los nombres, como si dijera: "Soy yo quien vivirá en la memoria y en la historia, no las actas judiciales". El núcleo del poema, no obstante, es un pasaje dirigido al propio carnicero, en el cual Breytenbach le pregunta a Vorster, en los términos más íntimos, cómo se siente al emplear los dedos enrojecidos de sangre para acariciar las partes pudendas de su esposa. Es una pregunta escandalosa y obscena, aún más obscena por el hecho de formularse en una sociedad sumamente puritana. El poema, por supuesto, fue prohibido en Sudáfrica.
Dos años después se volvieron las tornas. Breutenbach se vio detenido y en el banquillo de los acusados. Si bien la principal acusación era que había tratado de reclutar saboteadores, sus escritos, y en particular el poema contra Vorster, no tardaron en revelarse como trasfondo del juicio. Se puso de manifiesto que el objetivo del fiscal era destrozarlo de manera muy parecida a como se había destrozado a Mandelstam. El objetivo se consiguió: Breytenbach fue obligado a pedir disculpas a Vorster en audiencia pública y a repudiar su poema por "grosero e insultante".
Enfrentados a la enorme maquinaria del Estado, incluida su desarrollada maquinaria de censura, tanto Mandelstam como Breytenbach eran a todas luces impotentes. Con todo, sus respectivos jefes de Estado - se daba el caso de que ambos eran seres vulgares e ignorantes - respondieron a sus obras como si se hubieran ofendido gravemente, y consideraron los casos lo bastante importantes para merecer su atención personal. ¿Por qué los dos poemas en cuestión, por insultantes que fueran, no podían obviarse como las molestias menores que eran? ¿Por qué han de inquietar al Estado las bufonadas de los escritores?
Para responder a esta pregunta, para comprender la larga historia de las turbulentas relaciones entre los escritores y el Estado, es preciso que reflexionemos no solo sobre casos individuales, sino también sobre la profesión de escritor como institución poseedora de una historia que se remonta a los inicios de la Edad Moderna, y sobre las ambiciones que la carrera de escritor permite albergar a los individuos.
La idea de que, a fuerza de escribir, una persona podía aspirar a la fama y conseguirla ni la inventó ni la promovió la cultura manuscrita, la cultura de Occidente antes de la invención de la imprenta. Esas ambiciones pertenecen a la cultura impresa. Empezamos a ver indicios de ellas poco después de la invención de la imprenta, cuando los impresores adoptan la práctica de hacer constar el nombre del autor en los libros que publican. Por supuesto, el hecho de firmar el libro tenía su vertiente comercial y legal: el creador del libro reivindicaba una parte de los beneficios de su venta al mismo tiempo que aceptaba una parte de la responsabilidad legal por su publicación.6 Dado que las leyes de la propiedad intelectual no llegarían hasta el siglo XVIII, lo que obligó al escritor a aceptar su definición como entidad legal - a convertirse en un autor con todas las responsabilidades que ello comportaba - fue la institución y el poder de la censura.7
Ahora bien, firmar un libro también tiene un significado simbólico. Un libro puede considerarse un vehículo que el autor usa para proyectar su firma - y en ocasiones incluso su retrato - en el mundo, de forma multiplicada. Es esta multiplicación potencialmente infinita de señales de sí mismo lo que proporciona al autor de la Edad Moderna el presentimiento de un poder de cruzar todas las fronteras espaciales y temporales. La profesión de escritor y la mística del autor tal como las conocemos hoy nacieron entre visiones de fama e inmortalidad.8
La palabra del escritor resuena en el oído del público lector. Sin público, el autor no es nada. El público lector no es tanto creación de los propios escritores como de los primeros impresores-editores. Es también un modelo del pueblo según lo imaginaba del Estado de la Edad Moderna: instruido, integrado (como un cuerpo), receptivo a la dirección. Por eso no es casual que, a medida que se extiende el hábito de la lectura, la censura estatal adquiera un carácter más sistemático, omnipresente y riguroso, como si en los impresores y sus escritores el Estado hubiera identificado no tanto un enemigo (aunque en realidad así es como a menudo se los calificaba) como un rival por el poder. A partir del siglo XVI empezamos a detectar en el lenguaje estatal, cuando se refiere a los escritores y a sus poderes, un toque de paranoia inconfundiblemente moderna, una paranoia que, como nos recuerda Tony Tanner, es previsible en un régimen de censura y, de hecho, necesaria para este.9 He aquí, por ejemplo, a sir Nicholas Bacon, lord guardián del Gran Sello de Inglaterra en 1567:
Estos libros... [hacen que] los pensamientos de los hombres discrepen unos de otros, y la diversidad de pensamientos causa sediciones, las sediciones producen tumultos, los tumultos causan insurrecciones y rebeliones, y las insurrecciones causan despoblaciones y producen la destrucción completa de los cuerpos, los bienes y las tierras de los hombres. 10
Se suele pensar en la censura represiva como una parte del aparato de los estados absolutistas o totalitarios: la Rusia de Nicolás I, la Unión Soviética de Stalin. Sin embargo, los gobernantes de la Europa de la Edad Moderna, tanto civiles como eclesiásticos, consideraban el libro un vehículo de la sedición y la herejía por lo menos con la misma seriedad, y aplicaban unos sistemas de censura que eran aplastantes, draconianos y sorprendentemente sofisticados en cuanto a sus mecanismos.11Ya en el siglo XVI, desde el poder se consideraba a los escritores y a los impresores-editores no solo un grupo de interés con un poderoso sentido de misión histórica (que además justificaba a sus miembros), sino también una élite con capacidad para crearse seguidores entre el influyente sector instruido de la sociedad de un modo que resultaba inquietantemente similar a las ambiciones del propio Estado.
Así pues, la historia de la censura y la historia de la profesión de escritor - incluso de la propia literatura, entendida como conjunto de prácticas -12 están íntimamente ligadas. Con la llegada de la imprenta y la rápida multiplicación de ejemplares, la trayectoria del escritor prosperó; vio aumentado su poder, pero también se convirtió en objeto de sospechas e incluso de envidia por parte del Estado. Solo a finales del siglo XX, con el ascenso a la posición dominante de los nuevos medios de comunicación electrónicos y el declive del libro, el Estado ha perdido interés por el escritor y sus poderes decrecientes.
II
No hay nada que indigne tanto a los escritores como la amenaza de la censura, no hay ningún tema que provoque una respuesta instintiva más belicosa. Ya he sugerido por qué la amenaza de la censura se experimenta tan íntimamente; paso ahora a la retórica en la cual se suele formular la respuesta.
"¿Es un maestro?", preguntó Stalin. Fuera o no fuera Mandelstam un maestro de la literatura, ¿qué tenía que temer de él Stalin? Planteo esta pregunta, una vez más, en el marco de una contienda entre el Estado y el escritor por difundir sus respectivas palabras de autoridad mediante sus respectivos poderes.
En este marco, el objeto de la envidia del Estado no es tanto el contenido rival de la palabra del escritor - ni siquiera, específicamente, la capacidad de difundir esa palabra que el escritor obtiene de la imprenta - como cierto poder de diseminación del cual la capacidad de publicar y ser leído es solo la manifestación más marcada. Si bien el poder de los escritores en general es escaso sin el efecto multiplicador de la imprenta, la palabra del maestro de la literatura posee un poder de diseminación que va más allá de los medios de difusión puramente mecánicos. La palabra del maestro, particularmente en culturas donde subsiste una base oral, puede difundirse oralmente, o de mano en mano en copias al carbón (samizdat’, literalmente, "autopublicación"); incluso cuando no se difunde la palabra propiamente dicha, pueden sustituirla rumores sobre ella, rumores que se difunden como copias (en el caso de Mandelstam, el rumor de que alguien había escrito un poema debido al cual el Líder estaba furioso).
Además, parece ponerse en marcha una lógica que actúa en perjuicio del Estado. "Un tirano no puede fijarse en una fábula sin darse por aludido", comentaba un editor de Esopo del siglo XIX.13 Cuanto más draconiana es la manera en que el Estado trata la literatura, más seriamente parece que se la tome; cuanto más seriamente parece que se toma la literatura, más atención se presta a ella; cuanta más atención se presta a la literatura, más crece el poder de diseminación de la misma. El libro que se suprime consigue más atención como fantasma de la que habría logrado en vida; el escritor que hoy es silenciado se hace famoso mañana por haber sido silenciado. Incluso el silencio, en un entorno de censura, puede ser elocuente, como comenta Montesquieu.14
Haga lo que haga el Estado, los escritores parecen tener siempre la última palabra. La solidaridad como grupo profesional de los hombres y mujeres de letras - el colectivo intelectual, el colectivo académico, incluso el colectivo periodístico - puede ser sorprendentemente poderosa. Y quienes escriben los libros, en un sentido importante, hacen historia.
Detrás de la confianza de los intelectuales en la inevitabilidad de una inversión de poder en su favor está la enseñanza judeocristiana de la vindicación de la verdad en la plenitud de los tiempos. En nuestra propia época hay muchos ejemplos de esa confianza. En la antigua Sudáfrica, los escritores, por más marginación y represión que sufrieran, sabían que a largo plazo los perdedores serían los censores, y no solo porque el régimen del cual la censura era instrumento estaba condenado a derrumbarse, no solo porque los criterios morales puritanos estaban en decadencia en una economía de consumo mundial, sino también porque, como colectivo, los escritores sobrevivirían a sus enemigos e incluso escribirían su epitafio.
Es la propia vitalidad de este mito de la inevitabilidad de la aparición de la verdad - un mito que los intelectuales como grupo social han adoptado y convertido en propio - lo que me lleva a plantear la pregunta de si el hecho de que los escritores que trabajan bajo censura se presenten a sí mismos como asediados y superados en número, enfrentados a un enemigo gigantesco, es completamente desinteresado. Dado que es posible que Sudáfrica, donde ya hacía mucho tiempo que existían sólidos lazos entre los escritores - por lo menos los que tenían la opción de escribir en inglés - y editores extranjeros (principalmente británicos), fuera un caso especial, permítaseme buscar en otros lugares del mundo ejemplos del modo en que el conflicto entre escritor y censor se ha representado como una batalla entre David y Goliat.
En 1988, Seamus Heaney publicó un trabajo sobre los poetas de la Europa del Este - en particular los poetas rusos que sufrieron bajo Stalin - y sobre el efecto que ejercieron en Occidente sus vidas ejemplares. Tsvetáieva, Ajmátova, los Mandelstam, Pasternak, Gumilev, Esenin, Maiakovski, dice Heaney, se han convertido en "nombres heroicos [de]... un martirologio moderno, un testimonio de valor y sacrificio que suscita... una admiración sin límites". Aún cuando se los silenció, la calidad de su silencio poseía una fuerza ejemplar. Su negativa a comprometer su arte "[puso] en evidencia ante la mayoría [de los ciudadanos soviéticos] lo abyecto de su[propio] hundimiento al [sumirse huyendo] en busca de seguridad en cualquier autoengaño que les [exigiera] la línea del partido".15
Para Heaney, estos grandes escritores perseguidos fueron héroes y mártires a pesar de sí mismos. Ni buscaban la gloria ni aspiraban a provocar el derrumbamiento del Estado, sino que se limitaron a mantenerse fieles a su vocación. Con ello, no obstante, atrajeron sobre sí mismos el resentimiento culpable de los muchos que sí habían cedido a las amenazas del Estado, y de aquel modo quedaron en un aislamiento vulnerable y en última instancia trágico.
No puede haber ninguna duda sobre la capacidad que tienen esas biografías de suscitar nuestra compasión y nuestro horror. Sin embargo, lo que quiero hacer notar es el lenguaje de la explicación de Heaney: las metáforas bélicas, la oposición radical de victoria y derrota, de sufrimiento y triunfo, de cobardía y valor. ¿Acaso la escenificación de la oposición entre escritores rusos y el Estado soviético en términos de metáforas bélicas no es en sí misma una declaración de guerra que traiciona extrañamente lo que Heaney admira de esos escritores, es decir, su fidelidad inquebrantable (pero no del todo inquebrantable: eran humanos, al fin y al cabo) a su arte?
Parece ser que la idea de que el poeta podía ser un héroe desde su mesa de trabajo fue creación de Thomas Carlyle. Carlyle señala la poesía como el camino que han de seguir las energías religiosas en los tiempos modernos, y al poeta como la figura histórica de talla mundial que, asumiendo el papel desempeñado anteriormente por el semidiós y el profeta, ha de definir las pautas según las cuales vivirá el común de los mortales. Si bien Carlyle evoca a Dante y "Shakespeare" como precursores del héroe-poeta, su concepción no deja de estar esencialmente inspirada por Shelley.16
Para unos oídos contemporáneos, la idea del poeta como héroe suena extraña, lo bastante extraña para haber tenido que pasar a la clandestinidad.17Desde luego, Lionel Trilling asumió el desafío de mantener viva la llama de Carlyle, pero solo pudo hacerlo al precio de redefinir e interiorizar lo heroico como una "energía moral" (que él explica como una "masculinidad madura") de una clase que se muestra con la máxima claridad en Keats.18 En su concepción del héroe-poeta como personaje que resiste tenazmente y fiel a sus principios y no como pionero-profeta, Heaney está más cerca de Trilling que de Carlyle. Con todo, su homenaje a los poetas que sufrieron bajo Stalin recurre a una serie particularmente intransigente de metáforas en blanco y negro, sin matices de gris. Describe una dinámica histórica en la cual finalmente solo son posibles dos posiciones: a favor o en contra, bien o mal, la cobardía autocensurada de la masa o el heroísmo no censurado de una minoría. Como interpretación de la vida bajo Stalin, y con su firme control de los recursos del poder retórico, parece lanzar un desafío a todas las interpretaciones grises y moderadas de aquellos tiempos, tal vez incluso a las interpretaciones matizadas. Construye la relación entre escritor y tirano (o escritor y censor) como si se tratara de una rivalidad de poderes que solo cabe que sea cada vez más descarnada. Condena al Estado al mismo dilema sin salida que Ben Jonson identificó triunfalmente:
No hacen más, quienes practican esta crueldad
de la prohibición, y esta furia de quemar,
que ganar para sí mismos condena y vergüenza
y dar a los escritores una fama eterna.19
Si el Estado en situación desesperada sufre de paranoia, ¿no corre el escritor, en su papel de héroe de la resistencia que atiende implacablemente a la voz de un genio interior, un riesgo psíquico análogo? Considérese la siguiente muestra de arrogancia de Mario Vargas Llosa:
La insumisión congénita de la literatura es mucho más amplia de lo que creen quienes la consideran un simple instrumento para oponerse a gobiernos y estructuras sociales dominantes: ataca por igual a todo [lo que] significa dogma y exclusivismo lógico en la interpretación de la vida, es decir, tanto a las ortodoxias como a las heterodoxias ideológicas. Dicho de otro modo, es una contradicción viviente, sistemática e inevitable de todo lo que existe.20
Me tomo la libertad de interpretar que esta declaración, que aparentemente se hace en nombre de la literatura, en realidad se hace en nombre de los escritores como grupo profesional e incluso vocacional, y tanto contra el burócrata-censor a sueldo del tirano como contra el enemigo del tirano, en este caso las maquinaciones revolucionarias para alistar al escritor en el gran ejército de la revolución. En su actitud hacia el escritor, dice Vargas Llosa, el tirano y el revolucionario son más parecidos que distintos. La oposición entre ambos es, desde el punto de vista del escritor, espuria, ilusoria o ambas cosas a la vez. La oposición del escritor, la auténtica oposición, significa una "contradicción ... sistemática" respecto a ellos y sus pretensiones totalizadoras.
La maniobra ejecutada en este texto por Vargas Llosa - a saber, desplazar su propia oposición a un terreno lógico situado un nivel por encima de la batalla política a ras de suelo - supone que el escritor ocupa una posición que simultáneamente se mantiene fuera de la política y domina la política. Por su soberbia, esta pretensión resulta considerablemente marlowiana; por más que sea de manera involuntaria, sugiere que el riesgo que corre el escritor como héroe es el riesgo de la megalomanía.
1 Si bien no era en modo alguno tan extremo, el sistema sudafricano mostraba extraños paralelismos con el soviético. Andréi Siniavski recuerda que no encontró ninguna entrada para tzensura ("censura") en un diccionario de palabras rusas derivadas de lenguas extranjeras publicado en 1955: " La propia palabra ´censura’ estaba censurada". Citado en Mariana Tax Choldin y Maurice Friedberg, eds., The Red Pencil, Unwin Hyman, Boston, 1989, p.94.
2 Citado en Carlos Ripoll, The Heresy of Words in Cuba, Freedom House, Nueva York, 1985, p. 36.
3 Leonard W. Levy, Treason against God, Schoken, Nueva York, 1981, pp. 25-26.
4 Mangakis, George, "Letter to Europeans", en George Theiner, ed.,They Shoot Writers, Don´t They?, Faber, Londres, 1984, p.33.
5 Danilo Kis, "Censorship/Self-Censorship", Index on Censorship, 15/1 (enero de 1986), p. 45.
6 Lucien Febvre y Henri-Jean Martín, The Coming of the Book (trad. De David Gerad), New Left Books, Londres, 1976, pp. 160, 84 y 261 (hay trad. cast.: La aparición del libro [trad. De Agustín Millares Carlo], Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2005); Elizabeth L. Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change, Cambridge University Press, Cambrigde, 1979, vol. 1, p. 230; Alain Viala, Naissance de l’ecrivain, Éditions de Minuit, París, 1985, p. 85.
7 Foucault, Michel, "What is an Autor?" (trad. De Donald F. Bouchard y Sherry Simon), en Robert Con Davis y Ronald Schleifer, eds., Contemporary Literary Criticism (2ª edición), Longman, Nueva York, 1989, p. 268 (hay trad. cast.: "¿Qué es un autor?", en Entre filosofía y literatura [trad. De Miguel Morey], Piados, Barcelona, 1999, pp. 329-360).
8 En lo que se refiere a esta mística, cabe observar que incluso personas cultas interpretaron erróneamente la etimología de la palabra "autor", creyendo que procedía no solo del latín augere, añadir algo a otra cosa - lo cual es cierto -, sino también del griego autos, "(uno) mismo", lo cual es falso. De este modo, alrededor del término se desarrolló todo un campo de connotaciones: el autor era un hombre de autoridad, y su autoridad estaba respaldada por cierto poder paternogenético de crear a partir de sí mismo. Véase Viala, Naissance de l’ecrivain, p. 276.
9 Tony Tanner, "Licence and Licencing", Journal of the History of Ideas, 38 (1977), p. 10.
10 Citado en D. M. Loades, "The Theory and Practice of Censorship in Sixteenth-Century England", en Transactions of the Royal Historical Society, 5.ª serie, vol. 24, Royal Historical Society, Londres, 1974, p.142.
11 En el siglo XVI, sugiere Annabel Patterson, los escritores empezaron a utilizar "la indeterminación inveterada del lenguaje" para eludir la censura. Los autores introdujeron la ambigüedad en sus textos, mientras que los censores concentraron su atención en las palabras o frases ambiguas. La "ambigüedad funcional", tanto en la escritura como en la interpretación, se convirtió así en una práctica característica de la literatura (Censorship and Interpretation, University of Wisconsin, Madison, 1984, p. 18). Una explicación sucinta de los mecanismos de control utilizados en Europa entre los siglos XVI y XIX - de los cuales la censura institucional es solo el más ostensible - la ofrece Robert J. Goldstein, Political Censorship of the Arts and the Press in Nineteenth Century Europe, St. Martin´s, Nueva York, 1989, pp. 34-54.
12 Patterson explica resumidamente las convenciones tácitas indicadas por las autoridades de la Inglaterra de la Edad Moderna para permitir que los autores abordaran temas polémicos sin que se hiciera necesario que dichas autoridades tomaran medidas contra ellos (Censorship and Interpretation, pp. 10-11).
13 Joseph Jacobs, citado en Annabel Patterson, Fables of Power, Duke University Press, Durham, 1991, p. 17.
14 "A veces el silencio expresa más que discursos enteros", El espíritu de las leyes, citado en Patterson, Censorship and Interpretation, p. 9. De modo similar, escribiendo sobre películas realizadas bajo censura en Polonia, Jeffrey C. Goldfarb señalaba que el silencio sobre un determinado asunto de actualidad podía ser tan complejo que llamaba la atención sobre sí mismo como crítica política (On Cultural Freedom, University of Chicago Press, Chicago, 1982, p. 93).
15 Seamus Heaney, The Government of the Tongue, Faber, Londres, 1988, p. 39.
16 Carlyle, Thomas, "The Hero as Poet. Dante. Shakespeare", en On Heroes, Hero-Worship and the Heroic in History (1841), Chapman and Hall, Londres, s.f., pp. 78-114 (hay trad. cas. en Thomas Carlyle / Ralph Waldo Emerson, De los héroes / Hombres representatives [trad. y estudio preliminary de Jorge Luis Borges], Océano, Barcelona, 1998).
17 Así, Terrence Des Pres sugiere que, si bien es posible que muchas personas todavía "alberguen sentimientos heroicos sobre lo que es o debería ser la poesía", en la actualidad solo lo hacen "silenciosamente, en secreto" ("Poetry and Politics", TriQuarterly, n.º 65 [1986], pp. 20 y 23).
18 Trilling define la "masculinidad madura" como "una relación directa con el mundo de la realidad externa, al cual, por medio de la actividad, trata de comprender o dominar, o con el cual intenta llegar a un acuerdo honroso; y ello supone fortaleza, y responsabilidad respecto al deber y el destino propios, e intención, e insistencia en el valor y el honor personales de uno". Véase "The Poet as Hero: Keats in His Letters", en The Opposing Self, Secker and Warburg, Londres, 1995, pp. 22 y 24 (hay trad. cast.: El yo antagónico: nueve ensayos críticos [trad. de Alicia Bleiberg], Taurus, Madrid, 1974).
19 Ben Jonson, Sejanus, acto 4; citado en Patterson, Censorship and Interpretation, p. 52.
20 Mario Vargas Llosa, "The Writer in Latin America", en George Theiner, ed., They Shoot Writers, Don´t They?, p. 166.
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