FENÓMENO CENSORIO Y REPRESIÓN LITERARIA

M. L. ABELLÁN

(Texto publicado en: “Diálogos Hispánicos de Amsterdam, Nº5, 1987, pp. 5-25,  elaborado para el Simposio, celebrado en Amsterdam, los días 2 y 3 de mayo de 1985, en torno al tema: “Censura y literatura peninsulares”).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1. Fenónemo censorio.

     Frente al postulado que afirma y subraya el carácter universal del fenómeno censorio en sus variadísimas manifestaciones, perceptible y presente en toda sociedad y toda época, sustrato común e inherente a todas las formas de organización social imaginables, no deja de producir cierta extrañeza el relativo desinterés concreto que la escasa bibliografía existente sobre el tema rebela[1]. Si por bibliografía se entiende un nutrido catálogo de obras dedicadas a una materia, básico para informarse sobre el tema y fruto de los estudios monográficos realizados, hay que desengañar al curioso. A lo sumo se encontrarán alusiones perentorias, a vuelapluma, sobre la indefectible incidencia de la censura en la obra de un autor determinado y poco más. La reiteración de semejantes aseveraciones no parece haber conducido – como hubiese sido lógico – a mayores indagaciones. La actualidad del tema puesta en el candelero por la prensa tampoco a tenido los efectos deseados. Aunque las referencias a la censura son continuas en los diversos medios de comunicación social – radio, prensa, televisión –, sin embargo, por lo general, el interés por el fenómeno resulta tan fugaz como la noticia: desaparece al perder actualidad y, lo que es mucho más grave, el uso y abuso del término acaba por diluir su significado relegándolo a la categoría de los lugares comunes[2]. Lo que en principio podía parecer una simple licencia del lenguaje – el uso a troche y moche del término censura –, un fácil comodín con finalidad comunicativa resulta haberse convertido, con el paso del tiempo, en un craso error de juicio, sujeto a los vaivenes regidos por las leyes de la trivialidad. Sólo así se explica el panorama desolador en que se encuentran todavía los estudios sobre la censura moderna o contemporánea: sigue sin haberse involucrado seria y fehacientemente el fenómeno censorio en los condicionamientos a los que la literatura ha estado sometida. La frecuencia de las referencias diseminadas a lo largo y ancho de cualquier libro sobre literatura contemporánea está en relación inversa al peso de las publicaciones especializadas y, de no cambiar la situación, éstas últimas acabarán sirviendo de sucedáneo que retrasará indefinidamente la puesta en marcha de otras investigaciones.

            El fenómeno censorio, la historia de sus orígenes, su funcionamiento y los efectos de su acción, hasta ahora, ha despertado notable interés sólo en los especialistas de la literatura anterior a la época contemporánea como si el fenómeno censorio fuera un fósil o vestigio de tiempos remotos de más fácil captación y comprensión que las manifestaciones contemporáneas de la censura. El distanciamiento temporal y el desasimiento emotivo que median entre el investigador y su objeto de estudio, cuando se trata de épocas pasadas, han inmunizado a éste contra los acosos y trampas que el subjetivismo o la cercanía podían tenderle. El revés de la medalla, el coste real de la supuesta objetividad así lograda, ha sido la desaparición definitiva e irreparable de documentos, testimonios y obras. Y, en consecuencia, una reconstrucción difícil, insegura y problemática de las actuaciones censorias en épocas pasadas[3].

            Por razones de transparencia histórica, dado el carácter institucional y, por ende, público de las ingerencias inquisitoriales, el interés de los especialistas se ha centrado en la censura ligada al fenómeno inquisitorial. Con todo, las fuentes documentales tocantes a la censura literaria están todavía muy lejos de haber sido agotadas o suficientemente utilizadas como ha demostrado Antonio Márquez[4]. Sobre el control ideológico – sus diferentes facetas – ejercido por la Iglesia en plena armonía o a contracorriente del control ejercido por el poder civil existe una respetable bibliografía[5]. Han sido también estudiadas con detalle las enconadas relaciones entre regalistas y ultramontanos con respecto a los problemas políticos o de jurisdicción planteados por la producción y el consumo de los productos culturales y literarios[6]. Menor interés han despertado los efectos de la censura al filo de la restauración del absolutismo monárquico, así como el papel desempeñado por la legislación censoria durante el período del absolutismo al régimen liberal[7]. El grueso del esfuerzo se ha concentrado en los estudios sobre la prensa liberal o revolucionaria, habiendo quedado en barbecho los aspectos tocantes a la censura de libros de creación literaria o de ensayo. Desde la ley de Imprenta de 1938 hasta la ley de Prensa de 1938 parece como si se hubiera vivido en el mejor de los mundos. Por más que se rastreen publicaciones el resultado es descorazonador: olvido casi de actuaciones censorias en prensa y libros, cuando basta con ojear las páginas de los diarios de época para convencerse de su tenaz persistencia. Para la inmensa mayoría de especialistas de la literatura contemporánea las intervenciones censorias del último medio siglo – sean éstas producto de la actuación del estado o de otros grupos sociales –  continúan siendo vestigios inescrutables de la reciente historia del franquismo. Todas las culpas se cargan a cuenta de una y única fuente de responsabilidad. Por motivos harto conocidos – hermetismo y destrucción parcial de documentos – cualquier investigación sobre el tema se supone irrealizable. Sólo el empecinamiento de algunos se encarga de poner en entredicho, con regularidad, lo que errónea y acomodaticiamente se presupone bien asentado[8]. Asombra que no existiendo duda alguna sobre el papel nefasto y tergiversador de las actividades censorias a lo largo de la historia y experimentando a diario tan de cerca las mil y una formas solapadas de control ideológico, censura y propaganda, una singular obnuvilación o parálisis mental afecte  la iniciativa investigadora de quienes por oficio debieran haber involucrado sistemáticamente el fenómeno tan generalizado como la censura en el acercamiento a la literatura contemporánea[9]. Tratar de comprender y explicar este comportamiento colectivo no es nada fácil y, sin duda, tendrá que ser tarea futura de los sociólogos de la literatura. Parece plausible achacar un tanto de culpa al carácter inmediato y permanente de las actividades censorias – salvo en situaciones excepcionalmente críticas –, convertidas en un dato repetitivo de la experiencia inmediata y cuya cotidianidad tiende acaso a neutralizar la viveza del análisis. Sin embargo, la causa más probable de la indiferencia ante la captación de los efectos de la censura y la omisión de la puesta en perspectiva de sus estragos se encontrará en la naturaleza dialéctica, efervescente e innovadora de los grupos originantes o responsables de los efectos censorios, difícilmente asibles e identificables como tales. Difícilmente identificables sin un mínimo de bagaje o teoría sociológica – a fin de cuentas se trata de involucrar un fenómeno genuinamente sociológico – que rehuya las explicaciones pétreas, maniqueas, simplistas de las formas de sociabilidad de los grupos. Si lo anterior fuera poco, crítica literaria y sociología han tenido un desarrollo dispar y divergente – verdadero diálogo de sordos – que les ha conducido, en lo que debiera haber sido terreno común, a un callejón sin salida: se han erigido en compartimentos estancos, incapaces de dar razón recíproca de un fenómeno de interés común.

            La crítica literaria, tradicionalmente avezada en el establecimiento y reconstrucción de textos, ha privilegiado la autonomía del texto literario desdeñando la multiplicidad de condicionamientos a los que ha estado sometido. La influencia de la filología clásica, su sabor arqueológico, ha inducido a la mayor parte de los estudiosos – riesgo del oficio – a privilegiar la autonomía del texto y, en consecuencia, a considerarlo un objeto fosilizado y definitivo. El recurso en las últimas décadas a conceptos de intertextualidad y discurso ha supuesto un loable esfuerzo por romper la cáscara protectora de la obra aunque sin entronque palmario todavía con una sociología de las obras de civilización.

            Por una parte, la sociología – o algunas de sus corrientes de escuela –, liberada de las servidumbres filosóficas de épocas anteriores, acotado su propio terreno y metodología con respecto a ciencias afines – historia y psicología, principalmente – no ha sabido resistir la tentación burocratizadora y se ha convertido en un eficaz instrumento al servicio de la ideología dominante. En este estado de cosas, entre sociología y crítica literaria los préstamos y la interacción que hubieran podido desembocar en el estudio de textos literarios desde la perspectiva de la involucración de los condicionamientos han sido escasos o no han tenido lugar. A lo sumo, los préstamos recíprocos han sido accidentales: sin consecuencias para el conocimiento del hecho literario y sin aportación significativa para el conocimiento sociológico. Acaso así se vislumbre por qué el estudio de las actuaciones censorias ha sido relegado al terreno de los vestigios históricos, merecedores de interés en abstracto, pero de reconstrucción difícil, pese a la actualidad y a los datos suministrados por la experiencia inmediata. En general, el especialista en la literatura no está provisto de instrumentos para captar los condicionamientos sociales en acto y el sociólogo rehuye inmiscuirse en un terreno tradicionalmente ajeno a su campo de interés.

            El fenómeno o hecho censorio – por llamarlo de alguna manera – en sus difusas y difícilmente penetrables relaciones con los textos literarios, reviste una complejidad poco común. Contrariamente a lo que pudiera creerse no existe una relación causal unívoca, entre unos y otros, la relación es mucho mayor de lo que las apariencias denotan a primera vista. El observador puede sentirse deslumbrado por la actuación de mayor transparencia de uno o varios de los agentes censorios – administración del estado, editor, lector literario, etc. – y dar por seguras continuidades que la lectura atenta del texto sólo revela en muy contadas ocasiones. Ocurre a veces incluso que la certeza probada de un tipo de intervención censoria – las supresiones concretas de un texto – no arroje luz alguna acerca del efecto obtenido o resultado perseguido. Salvo cuando se trata de podas impuestas a la transmisión del pensamiento conceptual o de los datos, la función de lo suprimido dentro de un texto no siempre es obvia y verificable. La conocida volubilidad de determinadas formas de censura – atribuida normalmente al capricho del censor de turno – es mucho más indicio de discontinuidad entre causa y efecto, que plausible justificación. La intrincada trama de relaciones entre textos literarios y actuaciones censorias sólo puede esclarecerse reconociendo, a un mismo tiempo, su mutua interdependencia y su autonomía respectiva. El texto se injerta en el flujo continuo de otros textos y el fenómeno censorio en el amplio marco de los fenómenos sociales. Cualquier texto literario, objeto de estudio del investigador u objeto de consumo del lector, es el resultado final de un proceso salpicado de ingerencias de toda índole. Algunas de ellas intrínsecas a la génesis de la obra, inherentes al proceso creador, resultado de la estrategia seguida, fruto de la libérrima elección del escritor o resultante del azar, sedimento de múltiples lecturas e influencias, mimetismo creador inconsciente o voluntario. Otras ingerencias, en cambio, han sido factor inhibidor, intervención externa y coactiva, ajenas a la voluntad libre del escritor, tendentes a la destrucción parcial o total del texto. Exceptuados los casos de destrucción total – crímenes de lesa cultura – los textos literarios sobreviven a semejantes trances y ocupan su merecido lugar ante los ojos de la crítica. Pero es ésta una actitud posibilista – cualquier texto concreto es el mejor de los posibles – que se justificaba cuando todavía imperaba un régimen censorio sustentado por la capacidad represiva de los aparatos del estado, puesto que el mejor de los textos, en condiciones como aquéllas, estaba condenado al ostracismo o a la no existencia. Con la vuelta a la normalidad democrática han desaparecido algunos de los agentes incidentes en el proceso de creación o difusión de la obra literaria y otros – no menos incidentes – se han mantenido y se mantendrán. La labor de la crítica literaria ante tamaño problema de elucidación de influencias no desaparece con la abolición de la censura gubernativa. Su labor quizá se simplifica pero los problemas por resolver siguen estando en pie.

2. Represión literaria.

            A la vista de los condicionamientos políticos y, a la postre, ideológicos bajo los cuales vuelve a resurgir la vida cultural española, provisionalmente a partir de julio de 1936 y definitivamente después de 1939, resulta lógico abordar el tema de la censura – instrumento político e ideológico por excelencia – y literatura  desde la óptica amplia de la represión de las manifestaciones culturales, virtualmente contrarias o de hecho indiferenciadas incluso con respecto al propósito cultural de los insurrectos. El estudio detallado de la censura literaria durante los años de vigencia del franquismo revela que, salvo en determinados momentos de vacío cultural – el sobrevenido a raíz del arrasamiento total en los años de la inmediata posguerra –, los dispositivos censorios no se propusieron tanto remodelar o crear una nueva cultura como represaliar los rebrotes indeseables e impedir, cautelarmente, la difusión de productos literarios cuya ambigüedad fuera excesiva.

            Ahora bien, un acercamiento con visos científicos u objetivos a la represión literaria implica necesariamente, en primer lugar, un distanciamiento metódico del investigador con respecto al objeto de estudio; en segundo lugar, la elaboración de un marco teórico de referencia y, en tercer lugar, la ordenación de datos, suficientes y necesarios, sobre los cuales basar las diferentes hipótesis de trabajo[10].

            1. En cuanto al problema planteado por el distanciamiento, la mayor dificultad estriba en el hecho de que no es posible distanciarse de lo que se ignora. Hasta hace poco tan sólo se ha ido conjeturando sobre la amplitud y las consecuencias de la represión estrictamente cultural. Sobre el vacío creado por el exilio republicano se ha dispuesto de datos y se han publicado estudios[11]. Ha habido intentos de descripción sobre “el exilio interior” y su influencia en la literatura de estos años[12]. Sin embargo, poco se sabe todavía de los conductos mediante los cuales la cultura española trashumada consigue hacerse presente en la España interior[13]. Son estas facetas relativamente fáciles de averiguar puesto que son externas al desarrollo impulsado por el franquismo, en su interior. Mucho más difíciles han sido las averiguaciones en torno al arrasamiento cultural realizado. En realidad, quedan todavía por escribir las monografías que nos cercioren de cómo fue y qué vacío concreto produjo la represión cultural en las distintas “zonas de retaguardia nacionalista”, donde se iba modelando una sociedad basada fundamentalmente en valores castrenses, religiosos y totalitarios al ritmo eufórico de los primeros triunfos. Sobre las “zonas liberadas” ha pesado errónea e injustamente la acusación tácita de haber sido zonas adictas al franquismo. Buena prueba de la efectividad lograda por los medios represivos de toda índole. A ciencia cierta, lo que se sabía globalmente es que se procedió a la destrucción sistemática de todo símbolo, emblema o expresión oral o escrita contrarios al régimen implantado por la fuerza. A cincuenta años de distancia predomina todavía la visión de los vencedores: una victoria prolongada más allá de los estrictos límites políticos e históricos[14]. De igual modo se tenía noticia de la amplitud de la represión física, manipulada también durante cuarenta años[15]. Poco también sabíamos del carácter de la represión cultural y física en las “zonas de ocupación” o republicanas hasta hace relativamente poco tiempo. Josep Benet  había publicado en París, en 1971 y bajo seudónimo, su libro cuya versión castellana reza Cataluña bajo el régimen franquista (Barcelona: ed. Blume, 1979). Su indudable mérito radica en haber demostrado el partido que podía sacarse de la lectura de la prensa de época para el conocimiento de la represión, al margen de las publicaciones sensacionalistas y puramente comerciales, en forma de barato fascículo o libro profusamente ilustrado[16]. Su ejemplo no ha tenido muchos imitadores. Peor todavía: no ha salido a la luz el segundo volumen. Últimamente, Joseph M. Solé, en un estudio que constituirá un hito en la historiografía franquista, La repressió franquista a Catalunya (1938-1953) ha demostrado palmariamente cómo, sin tener que recurrir a fondos de archivo cerrados herméticamente al investigador, se puede indagar, el tema del “terror blanco” de forma casi exhaustiva por otras vías. Ante la imposibilidad de consultar las minutas de las Auditorías de Guerra, Joseph M. Solé ha tenido la feliz idea de contrastrar – entre otras fuentes – los registros de los cementerios de Cataluña con los registros civiles de defunciones. De este modo ha reunido una información casi exhaustiva sobre ejecuciones, afiliación política de reos, estado civil, lugar de procedencia , profesión y ha trazado el mapa de la represión en Cataluña con sorprendentes resultados[17]. En suma, un trabajo minucioso, difícil, llevado a cabo con paciencia de benedictino. Por último, el distanciamiento necesario resulta casi heroico si se tiene en cuenta que la represión cultural no se llevó a cabo haciendo un deslinde entre producción intelectual y personas físicas. De ahí que un desligamiento emotivo total sea quizá exigencia imposible. A todo ello hay que añadir lo que ha significado para buena parte de la ciudadanía la peculiar forma de “transición” de la dictadura a la democracia. Desde un punto de vista estrictamente formal y político, la transición termina con la puesta en vigor de la Constitución. Los políticos en activo – provenientes del franquismo, de los partidos de la ilegalidad o formaciones políticas de nuevo cuño – discutirán sobre el significado de la “ruptura” y el “consenso” que culmina en la Constitución. Desde un punto de vista histórico y, sobre todo, sociológico, es mucho más interesante tratar de comprender cuáles han sido las consecuencias de la “transición” con relación a la actitud frente al tema de la represión. En pocas líneas, aventuramos la hipótesis de que la llamada “transición” ha contribuido en gran medida – activa y pasiva – al desinterés práctico por el estudio de la represión cultural y física durante el franquismo. El régimen anterior había dejado las cosas muy bien atadas. La ley de Sucesión abría la posibilidad de la instauración de una nueva monarquía y la autodisolución de las Cortes orgánicas. El consenso de las fuerzas políticas – elaboradoras del texto constitucional – implicaba el cierre de las responsabilidades políticas contraídas anteriormente[18]. En contrapartida, la oposición recuperaba la legalidad y el franquismo – entiéndase lo que se entendía – aceptaba las reglas del juego democrático. Que se trataba de un borrón y cuenta nueva, sin saldos anteriores, lo prueba la línea política de rehabilitación de antiguos represaliados – militares republicanos, frentepopulistas, UDM, e infinidad de civiles en prisión, cautiverio o exilio forzoso – seguida hasta ahora por todos los gobiernos de la nación. Puede aducirse que de este modo se ha mantenido la convivencia civil: una lección moral al franquismo ¿Era verdaderamente necesario? El coste de la transición es la atonía, obnubilación y parálisis mental antes aludidas y, además, la destrucción de archivos o las cortapisas a la investigación[19].

2. En la formulación de un marco teórico de referencia influyen negativamente varios factores. El primero es que de algún modo todo partícipe de la vida cultural española se siente involucrado – aunque sea por personas interpuestas – como sujeto paciente de la represión cultural ejercida durante un lapso de tiempo tan extenso por un régimen. La falta de información – el hermetismo – con respecto a los efectos producidos por los agentes censores ha dado pábulo a un sinfín de elucubraciones y es responsable del confucionismo reinante. El constante uso y abuso del término “censura”: autocensura, censura objetiva, censura económica, censura social, censura institucional, censura gubernativa, censura latente, no han hecho sino complicar las cosas innecesariamente.

            Partiendo del modelo de sociedad basado en principios democráticos, hay que reconocer que en toda sociedad democrática se dan formas de presión social, de origen vario, que por facilidad, de lenguaje, pueden adscribirse al concepto de censura. Así, todo grupo social de interés político común, económico y cultural, en sentido amplio, lucha por imponer a los demás grupos diferenciados, o al conjunto de la sociedad, su específica y particular visión del mundo en lo político, social y económico. Sobre la legitimidad de esta dialéctica de influencias y presiones huelga discutir por razones de primera evidencia: las reglas de juego establecidas velan por la salvaguardia del derecho activo o pasivo de todo ciudadano a la libertad de opinión y señalan los cauces dentro de los cuales deben discurrir las relaciones rivales o antagónicas de los diferentes grupos sociales. En un estado democrático todo ciudadano tiene derecho a atender o desechar cualquier reclamo de los grupos sociales formal o informalmente constituidos. Aunque el momento de mayor transparencia y cristalización de esta lucha entre grupos lo constituyen, sin duda en el terreno político, las elecciones a los cuerpos representativos de la nación, sin embargo, las relaciones antitéticas entre grupos y clases, individuos y grupos no dejan de persistir. Es más, la vida social es inconcebible sin la dialéctica de los  grupos y clases sociales[20]. De ahí que fácilmente pueda inferirse que no hay sociedad sin censuras, lo cual equivale a decir que éstas son inherentes a la vida social.

            Otra muy distinta cosa es el tipo de censura ejercido por el gobierno o por la administración. En un estado democrático y, por ende, pluralista, ni ésta ni aquél tienen derecho a constituirse en juez de lo que debe o no debe difundirse ya que el primero es meramente parte y la administración del estado es puro instrumento. Únicamente en los regímenes dictatoriales se da la paradoja de que el gobierno se confunda con estado y nación e intente asumir el papel de juez y parte, anulando política, moral e incluso físicamente, a quienes disienten de la visión política del grupo dominante y supeditando el ejercicio de la libertad de expresión a la conformidad con la ideología o preferencias del grupo hegemónico de hecho.

            Partiendo de los anteriores supuestos cabe entender por censura literaria el conjunto de actuaciones del estado, grupos de hecho o de existencia formal capaces de imponer a un manuscrito o a las galeradas de la obra de un escritor – con anterioridad a su difusión – supresiones o modificaciones de cualquier clase, contra la voluntad o beneplácito del autor. El cotejo de la versión original con el texto publicado suele revelar el grado de incidencia de esta clase de actuación censoria[21]:

a) G. Torrente Ballester, Off-side, (Barcelona: Destino, 1969):

(Nota: el primer párrafo, marcado con la palabra “folio”, corresponde al texto original, el segundo – en cursiva – al texto finalmente publicado)


Folio 256: “Y resultaba que el cura ni es respetable ni podía casarse. Mi madre dijo que iba a envenenarse. Pero el cura la convenció de que el suicidio era el peor de los pecados y que lo mejor  sería que se marchasen juntos a Méjico donde los curas pueden dejar de serlo.”

“Y resulta que él ni era respetable, ni podía casarse con ella. Mi madre dijo que iba a envenenarse, pero él la convenció de que el suicidio era la peor de las soluciones, y que lo mejor sería que se marchasen juntos a Méjico.”


Folio 265: “Los demonios fueron la primera experiencia de Dios. No eran como se dice vulgarmente ángeles sino hombres bisexuados. Su poder fue tan grande que amenazaron a Dios con ayuda de los ángeles que creó para aquella ocasión los destruyó; intentó destruirlos por segunda vez en Sodoma. La Biblia cuenta que envió tres ángeles a la ciudad donde nosotros reconstruíamos el poder perdido. Es mentira. Los tres ángeles de la Biblia fueron tres sodomitas supervivientes que comunicaron al mundo el gran secreto.”

“Los demonios fueron la primera experiencia de Dios. No eran, como se dice vulgarmente, ángeles, sino hombres bisexuales. Su poder fue tan grande, que amenazaron a Dios, y, entonces, Dios, con ayuda de los ángeles, creados para aquella ocasión, los destruyó. Intentó destruirlos, por segunda vez, en Sodoma. La Biblia cuenta que envió tres ángeles a la ciudad donde nosotros reconstruíamos el poder perdido. Eran tres supervivientes de la ciudad maldita que comunicaron al mundo el gran secreto.”

Folio 266: “Piensas probablemente que los maricones somos todo la más una aristocracia del amor, cuando no unos viciosos degenerados, pero ignoras que muchos de nosotros somos verdaderos sacerdotes de una religión antigua y perseguida. Aquellos tres muchachos huidos de Sodoma fueron sus apóstoles, poseían toda la sabiduría reconquistada por los pobladores de la ciudad maldita, la sabiduría que Dios tuvo que abrasar con su fuego y la comunicaron a sus discípulos.”

“Piensas, probablemente, que somos, todo lo más, una aristocracia del amor, cuando no unos viciosos degenerados, que de todo hay. Pero ignoras que muchos de nosotros somos verdaderos sacerdotes de una fe antigua y perseguida. Aquellos muchachos huidos de Sodoma fueron sus propagadores. Poseían toda la sabiduría reconquistada, la sabiduría que Dios tuvo que abrasar con su fuego; y la comunicaron a sus discípulos.”

***

            En sus manifestaciones extremas estas actuaciones pueden conllevar la prohibición o la sanción administrativa[22]. Por autocensura cabe entender las medidas previsoras que un escritor adopta a propósito de eludir la eventual reacción adversa o la repulsa que su texto pueda provocar en todos o algunos de los grupos o cuerpos del estado capaces o facultados para imponerle supresiones o modificaciones con su consentimiento o sin él[23]. Ayuda a esclarecer el intrincado problema de la autocensura y a distinguir entre autocensura explícita e implícita. La primera corresponde a los esfuerzos del escritor plasmados en las supresiones y modificaciones negociadas, aceptadas por el organismo censorio y propuestas por el propio autor con vistas a salvar su manuscrito o texto:

b) Miguel Buñuel, Un mundo para todos, (Barcelona: Plaza y Janés, 1962):

(Nota: el primer párrafo, marcado con la palabra “folio”, corresponde al texto original, el segundo- en cursiva -  al texto modificado, el tercero – entre paréntesis – a la argumentación de las modificaciones, cuando éstas existen).

Folio 115: “llevados a la comisaría general de la Puerta del Sol”

“a la comisaría

Folio 115: “En una gran sala, presidida por una mesa sobre una tarima, había más de treinta personas sentadas en los bancos junto a las paredes. Y a la derecha de la mesa una celda enrejada. Don Cristóbal preguntó al oído de Napoleón:”

En un amplio pasillo, había más de quince personas sentadas en bancos junto a las paredes. Don Cristóbal...”

(“La tachadura ha sido ampliada por el autor en honor a la realidad de nuestras comisarías descrita por un policía al autor, ya que éste no ha pisado nunca una comisaría).

Folio 118: “Mira que ofrecerse el mismísimo Director de Seguridad cuando salía del cine con toda la familia... Vamos, cuándo se ha visto eso, ¿eh?, ¿cuándo se ha visto?”

Mira que ofrecerse al mismísimo comisario...”

(“El hecho de que una fulanita se ofrezca a un comisario no significa que éste se haya acostado con ella sino que la mujer es tan infeliz que se mete en la boca del lobo”)

Folio 124: “ ...el comisario panzudo...Son cuarenta y dos los detenidos, señor comisario.

    Entonces sobran dos... Ahora mismo soltamos a dos, me molesta contrariar el cálculo de probabilidades... han de ser cuarenta los detenidos, pues ni uno más...”

(“Son veintitrés los detenidos.”) / por: “son cuarenta...”

(“...han de ser treinta y uno los detenidos...”)/ por: “ han de ser cuarenta...”

(“...con lo que queda subsanado los reparos que suponen las tachaduras. Se suplica conservar la fisonomía del comisario ya que el hecho de que sea panzudo no supone nada denigrante”)

Folio 202: “¿Y tú lo preguntas? ¿ No lo estás viendo? Nadie dice nada, ni un grito, ni una protesta, ni una queja de estos miserables. ¡Y por qué!

Yo te diré porqué... Necesitan un jefe, un conductor, un caudillo.

...Don Cristóbal, alzando y bajando el bastón, gritó: Patria, Pan, Justicia... ¿Qué hacemos? Esto se está convirtiendo en algo subversivo ¿Subversivo? Están gritando un lema del Régimen.

Sí, pero lo gritan de un modo...Me está recordando el catorce de abril... Pues, nada, padre, son gritos, legales.”

¿Y tú lo preguntas? Vamos a sumarnos a los gritos. Pero sino gritan nada. Son simples estudiantes recogiendo trapos, papeles y botellas. Ya lo creo que gritan. Anda, apresuraté.

/.../

¿Qué hacemos? Esto a mí no me gusta nada. Pues a mí me está rejuveneciendo.

(...)

Pero lo gritan de un modo...

(...)

Son gritas patrióticas, padre.”

(“Con las modificaciones introducidas la intención del autor queda más clara, no cabiendo la falsa interpretación que ha originado la supresión de unos gritos tan nuestros como el ¡Patria, Pan, Justicia! Es, pues, totalmente absurdo suprimir esos gritos y el entusiasmo que despiertan cuando constituyen precisamente toda una exaltación nacional de los principios de nuestro movimiento. El autor pregunta: ¿Es que en una novela no cabe tal exaltación?”)

***

            En el lenguaje corriente la autocensura explícita suele confundirse con cualesquiera de los efectos de la censura en general. La segunda, la autocensura implícita, puede subdividirse en consciente e inconsciente. En realidad sólo tiene sentido referirse a la consciente, puesto que se trata de las medidas tomadas por el escritor con anterioridad a la redacción de la obra, a medida que va escribiendo o una vez redactado el manuscrito, a modo de última revisión, antes de su envío a censura. Los resultados de una encuesta realizada en 1974 entre 95 escritores castellanos – cuando todavía era imprevisible la desaparición del franquismo – sobre el tema de la autocensura en su propia obra revelan que 30 de ellos nunca se autocensuraban – conscientemente hay que suponer – mientras otros 64 lo hacían sin vacilar. La mayoría de ellos (50%) lo hacían a medida que iban escribiendo, mientras avanzaba la redacción de su obra: “La autocensura podría definirse como un estado de ánimo. Su naturaleza es difusa, y, a la larga, agobiante como cualquier imposición que sabemos procede de fuera de nosotros mismos (eso con independencia de que en algún caso nuestras convicciones restrictivas pudieran coincidir con prohibiciones expresas). Pero ese freno de la autocensura obra con cierto automatismo incorporado” (Luis Romero). El 25% de los escritores confiesa tomar previamente medidas: “La autocensura, lo mismo que la censura, ni estimula ni frena la creación literaria [ una de las preguntas abordaba este aspecto, M:L:A.]. Sin embargo, en el caso de Cinco horas con Mario, receloso de la censura y por motivos estéticos convertí a Mario en “difunto”, lo cual mejoró en mucho la novela” (Miguel Delibes). Manuel Arce opinaba que “La autocensura es decisiva al tenerse que enfrentar con los temas. Sin autocensura hubieran sido distintos los temas, distinta la actitud ante una idea o un concepto e incluso distinta también la postura ante la vida”. El otro 25% de los ejercitantes de la autocensura solía hacerlo una vez terminada la obra. La incidencia real de la autocensura consciente en los 410 títulos que sumaban las publicaciones de los novelistas y poetas encuestados – omitiendo ahora el caso de los dramaturgos – se repartía muy desigualmente entre unos y otros tipos de obra:

                                  Muy incidente       Poco incidente               Nula        Número de títulos

Poesía                    15                          29                             58                     102

Novela                 111                        115                             82                     308

Total                    126                        144                            140                    410

            Las diferencias entre poesía y narrativa son notables. Hallar una explicación es tarea harto imposible, a estas alturas.

            Por último, la autocensura inconsciente, así se designan los hábitos adquiridos, condicionantes históricos, sociales, e incluso educativos que el escritor cree descubrir, por introspección, tiempo después de haber redactado su obra, como influyentes en su génesis. “La autocensura puede actuar – y creo que realmente actúa – de forma involuntaria, inconsciente, como producto o factor asimilado por “ósmosis”, en el medio cultural donde el escritor se desarrolla. El escritor es “víctima” de unas manipulaciones, de unos hábitos, que le han “modulado” progresivamente a través de procesos educativos, sociales, etc.” (Cerdán Tato). En esta misma dirección apuntaban algunas de las cuidadosas formulaciones de Buero Vallejo: “La autocensura sólo puede operar en el dominio o en la esfera del inconsciente. En la esfera de lo consciente el autor escoge, determina, fija el tema y la estructura dramática sin pararse en detalles”.

            3. El agenciamiento y ordenación de datos fiables sobre los cuales basar las distintas hipótesis de trabajo, explicativas del desarrollo experimentado por la actuación censoria y sus efectos en la producción cultural del país, tropiezan obviamente con obstáculos de muy diverso índole, concurrentes y causantes todos ellos, a la vez, del retraso en el conocimiento del fenómeno censorio. Sobre algunos de ellos ya se ha insistido. Sobre otros hay que volver a la carga.

            Una de las principales causas del desconocimiento en que estamos sumidos hay que atribuirla al sigilo que ha encubierto la actividad censoria hasta fechas recientes unido a la sistemática obstaculización del libre acceso de los estudiosos a los fondos documentales. Semejantes medidas protectoras han tenido como consecuencia no tanto la salvaguarda de la respetabilidad de determinadas personas implicadas en la actividad censoria cuanto la preocupación excesiva por un determinado tipo de censura – la censura gubernativa – propiciando, de este modo, el olvido o la inatención por otros tipos de censura tanto o más eficaces que aquélla[24].

            Estrechamente unido a lo anterior tenemos el problema que plantea todavía la elucidación exacta de la naturaleza social y política del franquismo. Contrariamente a lo que pudiera pensarse no se trata de una referencia meramente retórica o académica. De la inserción del régimen político de Franco dentro de las tipologías vigentes depende que se mantenga o no la imprecisión reinante acerca del sentido de sus actuaciones. La censura no es indiferente a los cambios que se producen y, en cierto modo, es uno de sus correlatos represivos. En determinados momentos ocurre que la censura goza de cierto margen de autonomía dentro de los estrechos cauces del sistema político; autonomía al servicio de la lucha contra los enemigos potenciales del franquismo: enemigos objetivos, latentes o advenedizos. Otras veces, el aparato censorio se manifiesta tan omnímodo y avasallador que resulta imposible no ver en sus actuaciones un instrumento privilegiado de la lucha interna entre los grupos sustentadores del régimen en la conquista de parcelas de poder[25]. El cúmulo y variedad de organigramas que jalonan la historia de cuarenta años de censura refuerzan esta impresión.

            El tratamiento al que la producción literaria española fue sometida – incluyendo en ella todas las literaturas peninsulares – varió en el decurso del tiempo. Durante la guerra civil y en los años subsiguientes – en las zonas de retaguardia primero y en las zonas de ocupación después – predominó la firme voluntad de destrucción de cuanto no se ajustara a las premisas del nuevo estado. Este celo aniquilador de los productos de la cultura fue homólogo al que guió las auditorías militares en sus procesos sumarísimos: la destrucción de todo lo “anterior” mediante la búsqueda y delación del enemigo[26]. Se crearon comisiones de depuración no sólo encargadas de discernir lo que era bueno y aconsejable para los súbditos del nuevo estado sino también habilitadas para incautar y destruir todo impreso, gráfico, negativos y copias de películas, discos gramofónicos, etc.[27] Empresas y sociedades, personas particulares, libreros e impresores debían poner a disposición de las autoridades militares cualquier libro o impreso de tendencia marxista, socialista, anarquista o separatista en el plazo de cuatro días so pena de delito de rebelión militar[28]. Bibliotecas públicas o privadas fueron destruidas, total o parcialmente. Distribuidores y libreros de reventa debían hacer entrega de sus libros o someterlos al criterio de los comités de depuración[29]. El uso de las lenguas “vernáculas” quedaba prohibido en la vía pública y reservado al ámbito estrictamente familiar. Al cabo de poco tiempo – unos meses – se había cortado de raíz todo cuanto podía hacer referencia a la situación anterior al “Glorioso Movimiento Nacional”. Paralelamente a este tajante control de los productos de cultura, las cárceles rebosaban de prisioneros, centenares de miles de personas se exiliaban y el resultado de todo ello, en el interior del país, se asemejaba a una auténtica “tabula rasa”. Bajo estas condiciones, el intento de totalitarización de la cultura emprendido por un numeroso equipo de intelectuales falangistas y afines tuvo un efecto certero. Las labores de censura se confundieron con las de propaganda: no había nada que censurar, por paradójico que parezca. Los funcionarios de censura dedicaban el tiempo a labores de crítica literaria, a pulir la aspereza de los textos, a demostrar la inconsistencia de la trama, la falta de profundidad psicológica de los personajes  o  la impresión ripiosa de un poema. Todo estaba bajo control. Para mayor seguridad una prolija red de agentes intermediarios velaba, a nivel local, para que no levantaran cabeza los enemigos reales[30]. Durante este período de totalitarización tres fueron las tareas principales de censura: 1) la revisión de las reediciones, 2) el control de los textos destinados a prensa y radio y 3) el control de los espectáculos – variedades, teatro y cine – . Las sonadas peripecias en las que se vieron envueltos algunos escritores noveles de la época fue la natural consecuencia para quienes mental y políticamente eran capaces de transgredir lo que, en el fondo, tampoco era esencial al nuevo régimen y sólo un filtro para medir el grado de lealtad de los sospechosos: la moral.

            A raíz del relevo de falangistas por propagandistas (ACNP) – lo cual no es del todo cierto, aunque sí emblemático – como consecuencia de los cambios de la situación internacional, se inicia un periodo de contención y refuerzo bajo el definitivo mando de Gabriel Arias Salgado. El fin del cerco internacional y diplomático, la apertura de fronteras y los inicios del primer turismo, al apoyo logístico e ideológico del franquismo a la guerra fría, la aceptación factual del régimen en el foro internacional, el reconocimiento por el Vaticano mediante concordato, todo ello incrementa desmesuradamente las influencias exteriores. Contención y refuerzo frente a las ideas del liberalismo democrático imperante en los países occidentales una de cuyas secuelas podía ser la inclinación hacia un proceso de democratización juzgado indeseable[31]. Contención de la avalancha de libros de importación procedentes de países latinoamericanos donde la emigración republicana se había implantado. Expurgo y contención de la literatura extranjera publicada en traducciones y que venía a colmar el vacío de varios años de aislamiento. Por último, lucha contra el relajamiento moral de la sociedad española, a pesar del papel privilegiado de la Iglesia dentro de ella.

            Con la ley de Prensa e Imprenta de 1966 se abre un periodo de franco deterioro. La nueva ley y su aplicación no pueden contrarrestar la inercia sociológica de la sociedad española. La falaz tramoya jurídica de Fraga y colaboradores se pone en evidencia a la vista del sinnúmero de conflictos que suscita en escritores y editores. Lo que de cara a la galería pretendía ser una regulación de los cauces de libertad de expresión fue una farsa. La censura, mucho más que antes, se convierte en un instrumento represaliador según las simpatías políticas manifiestas o latentes de libreros, escritores o editores. Formalmente hablando, la nueva ley ofrecía, en su falacia, resquicios de libertad. Pero como tantas veces ocurrió durante el régimen de Franco, las disposiciones legales no eran concreción de una voluntad política sino remedo y cortina de humo.

            Lo que luego sigue es un periodo mal denominado de “apertura vigilada”. El aparato censorio actúa con mayor o menor rigor según las señales que recibe de los grupos o personajes influyentes dentro del sistema, y de acuerdo también con el talante democrático del funcionario de mayor rango. No se trata tanto de una apertura cuanto de incontención. La decrepitud física y política del régimen es un hecho. Las medidas para que el franquismo – sus logros políticos – se sucediera a sí mismo habían sido tomadas. El periodo abierto con la “apertura vigilada” es la prueba de fuego para una salida airosa tras la desaparición física de Franco. En 1974 la tolerancia de Pío Cabanillas sólo conocía los límites configurados por la intocabilidad de la persona del Jefe del Estado, las Fuerzas Armadas y la legitimidad del Alzamiento. Menciones al aborto, la homosexualidad y ataques frontales a la institución familiar dependían de las protestas que se recibieran. En 1976, una vez desaparecido el dictador, el actual jefe de la Casa Militar del rey, general Sabino Fernández, subsecretario del Ministerio de Información y Turismo a la sazón, autorizó por primera vez a un investigador a penetrar en los archivos de censura.  A los quince días la presión ejercida por los funcionarios de censura – en activo o no – tuvo más fuerza que la voluntad política y el interés histórico. Contraviniendo órdenes superiores al estamento censorio impidió el acceso a los archivos. Curiosamente, estas acciones coincidían con el desencadenamiento en la calle de una ola de atentados contra librerías en señal de protesta ante la exposición y venta de “libros, folletos, revistas, publicaciones, grabados e impresos que contengan en su texto láminas o estampas con exposición de ideas disolventes, conceptos inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y de todo cuanto signifique falta de respeto a la dignidad de nuestro glorioso Ejército, atentados a la Unidad de la Patria, menosprecio de la Religión Católica y de cuanto se oponga al significado y fines de nuestra Cruzada Nacional” (orden de 16 de septiembre de 1937). Los nostálgicos de la represión cultural daban sus últimos coletazos, pero los condicionamientos impuestos a la cultura del país parecen haber dejado huellas indelebles todavía.



[1]  La lista de publicaciones de autores españoles sobre el tema de la censura contemporánea – todo tipo de censura – en los últimos casi cincuenta años es irrisoria. En el plano teórico, aunque no sistematizado, los escritos del ministro Gabriel Arias-Salgado continúan siendo de primera importancia: Textos de doctrina y política de la Información (Madrid: Ministerio de Información, 1956), Política española de la Información. I. Textos (Madrid, Ministerio de Información, 1957) y Política española de la Información. II. Antología sistemática. (Madrid, Ministerio de Información, 1958). Los libros de Antonio Rumeu de Armas y el agustino Miguel de la Pinta Llorente (ambos censores de la Sección de Lectorado del Ministerio de Información) nada tienen que ver con la censura contemporánea ni decimonónica, a despecho de lo que los títulos pueden sugerir. En realidad hay que esperar hasta la Ley de Prensa e Imprenta (1966) para que se publiquen libros sobre la censura franquista: Gonzalo Dueñas, La Ley de Prensa de Manuel Fraga (parís: Ediciones Ruedo Ibérico, 1969), Manuel Fernández Areal, La libertad de prensa en España (1938-1971) (Madrid: Edicusa, 1971) y César Molinero, La intervención del Estado en la Prensa (Barcelona, Dopesa, 1971). Lindando ya temas de censura literaria: José Martínez Cachero, La novela española entre 1939 y 1969 (Madrid: Castalia, 1973), seguido de otras dos ediciones ampliadas – la última en 1986 – ; Antonio Beneyto, Censura y política en los escritores españoles (Barcelona: Euros, 1975), conjunto de entrevistas y G. Cisquella et. al., Diez años de represión cultural. La censura de libros durante la Ley de Prensa (1966-1976) (Barcelona: ee.vv., 1977), mezcla caótica de datos y opiniones. Modestia aparte, el primer estudio fundamentado en datos fiables – documentación de archivos oficiales y datos de varias encuestas a los escritores españoles – en Manuel L. Abellán, Censura y creación literaria en España (1939-1976) (Barcelona, Península, 1980).

[2]  El ejemplo más reciente nos viene dado por “Viaje al centro de la censura (1939-1975), serie en cinco capítulos, coleccionables, aparecidos en la revista Cambio-16. “Tres reporteros...[se nos dice], los primeros que han tenido acceso a los documentos del anterior Ministerio de Información y Turismo, han descubierto, sin embargo [sic], una realidad estremecedora”. Lo estremecedor es pensar que cuando media el comercio, una empresa periodística importante, se abren de par en par las puertas de los archivos de la censura.

[3]  Los estudios sobre la Inquisición están en franco auge. Veánse si no la frecuencia y coordinación a nivel internacional de congresos o reuniones de especialistas. Los trabajos de Henningsen, Contreras y Dedieu de recopilación y cuantificación de datos van a significar un avance inusitado. La monumental Historia de la Inquisición en España y América en tres tomos a cargo del Centro de Estudios Inquisitoriales es otro indicio de recuperación científica. Inquisición española y mentalidad inquisitorial (Barcelona: Ariel, 1984) bajo la coordinación de Ángel Alcalá, es otra prueba más de la laboriosa reconstrucción que se acelera en los últimos años. Hay que lamentar, sin embargo, que los autores o responsables de este último libro hayan  caído en la tentación de recurrir a la categoría de la “mentalidad inquisitorial” como estructura mental permanente en la sociedad española. Extraña idea en los tiempos que corren, ya que remite inevitablemente a aquélla de los “valores eternos” del más rancio sabor conservardurista.

[4] Antonio Márquez, Literatura e Inquisición en España (1478-1834) (Madrid: Taurus, 1980). Posteriormente, sobre los mecanismos censorios de control de libros: Virgilio Pinto Crespo, Inquisición y control ideológico en la España del siglo XVI (Madrid: Taurus, 1983).

[5]  Por su relación con el tema de la censura Bartolomé Bennassar, Inquisición española: poder político y control social (Barcelona: Crítica, 1981).

[6]  Ver Lucienne Domergue, Censure et Lumièeres dans l’ Espagne de Charles III (Paris: Editions du CNRS, 1982).

[7]  La lectura atenta de los tres estudios de Iris Zabala, a caballo entre la literatura oficial y las modalidades marginales, muestra lo mucho que queda por hacer: Iris Zavala, Clandestinidad y libertinaje erudito en los albores del siglo XVIII (Barcelona: Ariel, 1978), Ideología y política en la novela del siglo XIX (Salamanca: Anaya, 1971) y Románticos y socialistas. Prensa española del XIX (Madrid: Siglo XXI, 1972).

[8]  Entre quienes reinciden con regularidad en el tema de la censura Patricia W. O’ Connor y entre quienes rompen la atonía general mostrando que la censura literaria puede abordarse desde distintos ángulos y que, desde luego, sin un cúmulo de datos es también indagable, Tino Villanueva, en “Censura y creación: dos poemas subversivos de Ángel González”, Hispanic Journal I (1983): 49-73.

[9]  Una lamentable prueba de lo aquí apuntado puede verse en la voluminosa y, por otra parte, meritoria Historia y crítica de la literatura española de Francisco Rico, correspondiente al tomo 8, dirigido por Domingo Ynduráin, Época contemporánea 1939-1980. En la selección de los estudios se pasan por alto los concernientes a la censura en un período de la historia literaria profundamente marcado por ella. El único texto seleccionado se refiere al teatro, de escaso interés, para un tema en el que había, desde hacía años el embarras du choix. Adviértase que nos estamos refiriendo a la abundancia de publicaciones sobre la censura teatral. Dar razones del por qué de este hecho no viene ahora al caso.

[10]  Utilizo aquí, en parte, el texto de la ponencia presentada durante las jornadas de la Asociación de Hispanistas Alemanes en Wolfenbüttel con el título, “ Acotaciones al fenómeno censorio” : Hans-Josep Niedereche, Akten des Deutschen Hispanistentages (Hamburg: Helmut Buske Verlag, 1986): 342-353.

[11] Entre los primeros José R. Marra López, Narrativa española fuera de España (1939-1961) (Madrid: Guadarrama, 1963) y una larga lista de autores que van desde Ignacio Soldevilla a Francisco Caudet, el inolvidable Vicente Lloréns, la obra colectiva dirigida por J.L. Abellán, etc.

[12]  En este sentido véase el intento de Paul Ilie, Literatura y exilio interior (Madrid: Fundamentos, 1980). Sobre el mismo problema resulta útil repasar las páginas de algunas revistas extranjeras, en especial  la Torre 3 (1953): 103-126 y 4 (1953): 33-97, donde intelectuales del exilio y del interior discuten sobre las condiciones del trabajo intelectual en España.

[13]  Con respecto a la específica función desempeñada por algunas revistas como punto de enlace entre el exilio y la España del interior queda todavía mucho por hacer. Sobre el papel de INSULA como cabeza de puente ha ocurrido como con el tema censorio. Nadie ha dejado de reconocer y reafirmar su función “bisagra”. Y, sin embargo, nadie tampoco ha emprendido el estudio del tema. Véase una primera contribución en Manuel L. Abellán, “los diez primeros años de INSULA”, Sistema 66 (1985): 105-114.

[14]  La corta historia de la democracia está salpicada de incidentes que corroboran lo que se afirma. En este mes de febrero de 1986, dos “descuidos” protagonizados por el ministro socialista de Defensa. Primero unas declaraciones sobre la indeseabilidad de la rehabilitación de los antiguos miembros de la UMD, replicada en la prensa por varios de sus miembros y segundo, la publicación y secuestro de los volúmenes editados por Alambra sobre la historia de las Fuerzas Armadas, con una justificación o apología – los interesados tendremos que hacernos con el texto – del 23 de  febrero. A todo esto habría que añadir una larga sucesión de indelicadezas que va desde la propuesta de condecoraciones a presuntos torturadores “sub judice”, hasta la exclusión del ascenso de militares de probada lealtad democrática (caso Pitarch).

[15]  A estas alturas la obra desmitificadora del americano Herbert R. Southworth es de referencia obligada. Aparte de sus libros merece especial atención su artículo “Los bibliófilos: Ricardo de la Cierva y sus colaboradores”, Ruedo Ibérico, 28-29 (1971: 19-45. En esta misma línea revisionista está el proyecto de Ediciones AKAL con su nueva colección “España sin espejo”. A título de muestra véase A. Reig Tapia, Ideología e historia: sobre la represión franquista y la guerra civil (Madrid. AKAL, 1984).

[16]  A los efectos nefastos de la fiebre fascicular cabría oponer lo escrito por Dionisio Ridruejo en Escrito en España (Buenos Aires: Losada, 1962), Pedro Laín Entralgo en Descargo de conciencia (1930-1960) (Barcelona: Barrall, 1976) y las memorias de otros testigos de época. Estudios tan dispares, en apariencia, como A. Granados, El Cardenal Goma (Madrid: Espasa-Calpe, 1969), A. Marquina Barrio, La diplomacia vaticana y la España de franco (1936-1945) (Madrid: CSIC, 1982), Sheelagh Ellwood, Prietas las filas(Barcelona: Crítica, 1984), Gregorio Cámara Villar, Nacional-catolicismo y escuela. La socialización política del franquismo (1936-1951) (jaén: Hesperia, 1984), María Teresa Gallego, Mujer, Falange y Franquismo (Madrid: Taurus, 1983) servirían para contrarrestar las actuales manipulaciones.

[17]   “a) Les comarques rurals aporten la majoria relativa de les persones que seran afusellades a Catalunya.

b) La repressió és més dura a les comarques interiors que no pas a les litorals.

c) Les comarques de l´interior amb una activitat económica vinícola o amb problemes d´arrendament són aquelles en què el pes repressiu serà superior.

d) Les comarques amb una regressió económica o una situació conjuntural difícil viuen enfrontaments personals directes.

e) Les comarques que es troben en una situació económica marginada ho són també en el aspecte repressiu. Només on hi ha una mínima vida política hom pot exercir i aplicar les lleis que permeten d´eliminar l´opositor.

f) Hom podria seguir uns vector que, naixent a les comarques rurals, anirien disminuint en arribar a les capitals provincials, seu de l`Auditoría de Guerra, on se sumarien als procedents de les comarques industrials. En molts casos la darrera paraula correspongué als piquets d´execució” , Joseph M. Solé, La repressió franquista a Catalunya (1938-1953) (Barcelona: Edicions 62, 1985): p. 109.

[18]  En unas declaraciones publicada en El País – cuyas referencias bibliográficas exactas no puedo aducir en este momento – el presidente de las Cortes, Gregorio Peces-Barba, en su calidad de mediador en el conflicto entre el jefe de la oposición, Manuel Fraga y el jefe del Gobierno, a propósito del tratamiento dado por TVE a unas declaraciones del ex ministro franquista sobre los métodos de erradicación del terrorismo ETARRA, en el cual se habían recordado actuaciones anteriores de Manuel Fraga, el presidente de las Cortes declaraba que recurrir al pasado político de un diputado era contrario a la Constitución y ponía en peligro la estabilidad democrática puesto que el texto constitucional – él había sido uno de los principales redactores – implicaba el consenso de las fuerzas políticas presentes a olvidar el pasado. Romper este acuerdo era, según G. Peces-Barba, un acto inconstitucional.

[19] Véase “Los últimos coletazos de la censura”, 438/439/440 (1978) Diario-16 y “He bajado a los sótanos de la censura y lo he fotocopiado todo”, 32 (1982) Actual.

[20]  Se podría reprochar a los estudiosos de la literatura no tener en cuenta el aporte considerable en materia de teoría sociológica realizado por no pocos sociólogos. En este caso Georges Gurvitch en La vocation actuelle de la sociologie. Vers une sociologie différentielle (Paris: PUF, 1963), 2 vols. Y también sus Etudes sur les classes sociales (Paris: Editions Gonthier, 1996).

[21]  Ver en Manuel L. Abellán, Censura y creación literaria en España (1939-1976) (Barcelona: Península, 1980) pp. 217 y ss. (G. Torrente Ballester), 1973 y ss. (Francisco Candel) y pp. 195-200 y 289-304 (Miguel Buñuel).

[22]  Para el lector no familiarizado con el tema conviene aclarar que el arsenal jurídico de la llamada Ley de Fraga de 1966 (Ley de Prensa e Imprenta) puso en manos de los censores – el Director General de Cultura Popular – la posibilidad de imponer sanciones económicas con anterioridad al fallo de los tribunales. La cuantía de estas multas no era susceptible de devolución.

[23]  A este respecto mi trabajo en la pronto desaparecida revista Nuevo Hispanismo titulado “Censura y autocensura en la producción literaria española”, Nuevo Hispanismo 1 (1982): 169-180.

[24] La protección del anonimato de los censores ha jugado un papel determinante. Teóricamente parecía preocupar poco la suerte de los funcionarios de carrera adscritos a los servicios de censura, aunque la publicación de una lista completa en mi libro Censura y creación literaria en España (1939-1976), páginas 285-288 ha servido para demostrar lo contrario. Se mantuvo, en cambio, distinta actitud con respecto a los censores bajo contrato, como C.J. Cela y otros muchos. Todavía en noviembre de 1976 – a propósito de las dificultades surgidas durante mi estancia en los archivos del Ministerio de Información y Turismo – el director general de Cultura Popular, don Miguel Cruz Hernández, me escribía: “... en el caso de la investigación que usted realiza, en los expedientes figura el informe de los lectores, que no son funcionarios, sino personas contratadas para una función específica y confidencial y por lo tanto, carentes de responsabilidad. Los responsables son el Jefe de la Sección, el Subdirector General y en último extremo el Director General...particularmente, creo que es un error haber incluido en el archivo las opiniones de esos lectores, tanto en los casos en los que su opinión ha influido positivamente en los responsables, como en aquellos otros en que éstos no la han hecho suya. Si se identificase al lector que ha dado un informe confidencial y no siendo funcionario, dicho lector tendría pleno derecho a recurrir contra la propia Administración  que no ha observado las cautelas oportunas para mantener la pertinente reserva.”

[25]  En 1943 se prohibe la publicación en el diario Pueblo de un discurso pronunciado por Franco desde el balcón del Ayuntamiento de Granada. Otras veces se prohibe citar con nombre y apellidos a algún ministro, autorizándose sólo la mención de la función desempeñada. Escritores muy allegados a los medios censorios, incluso alguno de ellos censor – Pedro de Lorenzo, Camilo José Cela, Rafael García Serrano –, tuvieron problemas. Dichos percances obedecieron mucho más a un exceso de confianza en el “medio” – estirando más el brazo que la manga – que a otros motivos. Véase Manuel L. Abellán, “Literatura, censura y moral en el primer franquismo”, Papers: Revista de sociología, 21 (1984): 153-172.

[26]  La censura a través de lo que acabó llamándose más tarde “Oficina de Información y de Enlace” recababa informes sobre el pasado político de las personas hasta la fecha de 1934, a las comisiones de depuración primero y, con el paso del tiempo, a los delegados provinciales del Ministerio.

[27] Véase, Joseph Fontana, Cataluña bajo el régimen franquista (Barcelona: Editorial Blume, 1979): 249-250.

[28]  La Cámara Oficial del Libro de Barcelona en un escrito fechado 11 de abril de 1939 expresaba su disgusto en torno a la ejecución de las órdenes de 2 de febrero del mismo año sobre la recogida de libros de tendencia marxista o deletéreos y proponía al gobierno de Burgos el saldo de dichas publicaciones en América Latina.

[29]  Véase en Joseph Benet, op. cit., páginas 214-218, el Bando del jefe de los Servicios de Ocupación de Barcelona, general Eliseo Álvarez Arenas.

[30] Ver apéndice 1 en mi libro Censura... sobre normas generales de aplicación en las Delegaciones Provinciales y Locales.

[31]  “Liberarse del liberalismo no es renunciar a la libertad, sino todo lo contrario, ponerse en condiciones de adquirir una libertad más auténtica. Esta libertad más auténtica no es la libertad contra el Estado, sino la libertad en un Estado independiente de los grupos de presión y de la presión de los partidos. Libertad respaldada, garantizada y defendida por una autoridad que ha dejado ya de ser indiferente a la suerte de los ciudadanos y que no está dispuesta, en cumplimiento de su altísima misión, a contemplar impasiblemente cómo los grupos de presión, nacionales o extranjeros, culturales o políticos, económicos o industriales, abusan, en beneficio propio, de una posición predominante”, Gabriel Arias Salgado, Política Española de la Información II. Antología sistemática (Madrid: Ministerio de Información y Turismo, 1958): 65-66.

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